No Result
Lo que comenzó como una simple conversación con mi tío Héctor se convirtió en un torbellino de emoción familiar. Apenas me contó la increíble coincidencia vivida en la isla de Brač, no pude esperar ni un minuto para divulgar la historia al resto de la familia.
La noticia corrió más rápido que un rumor en misa, y cuando llegó a los oídos de mi suegro, don Antonio, su reacción fue épica. — ¡Vamos a Croacia! — exclamó con el entusiasmo de un niño en Navidad.
Desde ese momento, consultas y trámites se volvieron un simple detalle. Don Antonio, con una energía digna de un explorador, empezó a mover los hilos para organizar el viaje. Patricia y yo no tardamos en sumarnos, y poco después, Tatiana, la prima de Patricia y su esposo Alfredo también se apuntaron al plan.La idea de viajar en familia para conocer nuestras raíces no solo nos emocionaba, sino que prometía ser toda una aventura. Por mi parte, me preparé como quien se lanza a grabar una película de Hollywood. Decidí que este viaje no sería solo un paseo: sería un documental. Aproveché el paso por Santiago para comprar una cámara semiprofesional —ligera, pero funcional— y un par de micrófonos inalámbricos. Después de todo, ¿cómo no inmortalizar un viaje así? Y para añadirle un toque de dramatismo, recordemos que apenas habían pasado dos años desde el fin de la guerra de los Balcanes. Las cicatrices aún eran visibles, y yo quería capturarlas con la sensibilidad de quien sabe que cada imagen cuenta una historia.El resto fue cuestión de trámites. Pronto estábamos en el avión rumbo a Europa. Después de largas horas de vuelo, llegamos a Alemania para hacer un trasbordo, y de ahí partimos a Zagreb, la capital de Croacia. Así comenzó nuestra gran aventura.
Un vistazo a Zagreb: historia y tranvías
Estuvimos un día y medio en Zagreb, y déjenme decirles que la ciudad me dejó una impresión muy clara. Era como un elegante cofre de tesoros arquitectónicos del siglo XVIII y XIX, con un aire austrohúngaro que se reflejaba en cada edificio. La catedral gótica de Zagreb, con sus dos chapiteles idénticos, parecía sacada de un cuento de hadas, mientras que la Iglesia de San Marcos, con su colorido tejado, le daba un toque alegre a tanto esplendor histórico.
Caminamos por sus calles peatonales llenas de cafés y ferias al aire libre, donde el aroma del café recién hecho se mezclaba con el murmullo de los transeúntes. La plaza principal era el corazón de la ciudad, rodeada de tiendas, museos y parques tan verdes que parecían sacados de una pintura. Todo el centro tenía un encanto especial, con un tranvía que cruzaba de un lado a otro, como si estuviera hilando los diferentes retazos de la ciudad. Ahora, un detalle curioso: la gente de Zagreb, aunque muy a la moda, no era particularmente cálida. Era un contraste notable con lo que encontraríamos más adelante. Digamos que su personalidad era como su arquitectura: impecable, pero un poco distante.
Rumbo a Dalmacia
Con la emoción a tope y las primeras imágenes de Zagreb grabadas en mi cámara, arrendamos un vehículo y nos lanzamos a la carretera. Nuestro destino era Dalmacia, la región costera de Croacia, donde nos esperaban paisajes que, según los lugareños, nos dejarían sin aliento. Íbamos listos para descubrir no solo nuestras raíces, sino también las maravillas de un país que, entre su historia y su gente, nos prometía una experiencia única.
Lo que vendría después sería una mezcla de encuentros inesperados, paisajes inolvidables y momentos tan divertidos como conmovedores. Pero esa, como siempre, es otra historia que pronto les contaré.
De caminos estrechos a paisajes inolvidables: el viaje hacia Split
Habíamos iniciado nuestro recorrido por un angosto y sinuoso camino, disfrutando del paisaje pero conscientes de que nuestros estómagos tenían sus propios planes. Después de algunas horas, comenzaron a reclamar su merecido descanso. Fue entonces cuando, como caído del cielo, apareció un simpático restaurante al aire libre. No lo pensamos dos veces: descendimos del auto buscando una mesa disponible, listos para reponer energías. Lo que no vimos venir fue a don Antonio, quien, con su habilidad innata para hacer amigos en cualquier rincón del mundo, se sentó sin reparo alguno en una mesa repleta de paisanos locales.Estos, entre risas, canciones y brindis, le dieron la bienvenida como si lo conocieran de toda la vida. Don Antonio, en su elemento, se unió a las copas levantadas, cantó con los parroquianos y hasta lanzó algún comentario en croata que arrancó carcajadas. Nosotros, mientras tanto, nos acomodamos en otra mesa, observando entre divertidos e incrédulos cómo este hombre parecía ser la estrella invitada de la reunión. Después de un almuerzo memorable (y de convencer a don Antonio de que todavía teníamos un largo camino por delante), retomamos la ruta. Fue entonces cuando la realidad de los estragos de la guerra se hizo evidente. Pasamos por pueblos enteros reducidos a escombros, lugares donde las bombas no dejaron ni un respiro de vida. De repente, nos cruzábamos con vehículos militares, tanto de las fuerzas croatas como de los Cascos Azules de la ONU. Era imposible no sentir un nudo en el pecho ante aquel contraste entre la belleza natural y la devastación humana.
El plan inicial era recorrer los 408 kilómetros hasta Split, pero los desvíos y las paradas inesperadas hicieron que la travesía tomara un giro. Al llegar a un pequeño pueblo parcialmente destruido, decidí bajar con mi cámara y grabar las ruinas, mientras don Antonio, con su perfecto croata, conversaba con algunos habitantes cuyas casas aún permanecían en pie. Sus gestos eran los de un hombre genuinamente interesado en la historia de esas personas. Fue un momento conmovedor, y creo que allí todos entendimos un poco más la resiliencia de este pueblo.
Con el sol ocultándose en el horizonte, tomamos un desvío que nos llevó a Zadar, un vibrante puerto a orillas del mar Adriático. Ya era de noche, así que buscamos un hotel para descansar. A la mañana siguiente, con la luz del día iluminando el lugar, hicimos un recorrido corto pero encantador, grabando las calles, los mercados y, por supuesto, el mar que parecía abrazar la ciudad. Finalmente, retomamos la ruta hacia Split. El trayecto costero, de 156 kilómetros, nos regaló paisajes que hacían que el tiempo volara. Era común encontrarse con marinas llenas de yates impecablemente ordenados, pintados con colores brillantes que contrastaban con el azul intenso del Adriático. Después supimos que la mayoría de estas embarcaciones pertenecían a pudientes ciudadanos alemanes, que ocupan las tranquilas aguas del Adriático como veraneo. Cada curva del camino parecía una postal, el viaje se sintió como un suspiro.
Split y los tesoros de nuestras raíces
Cuando finalmente llegamos a Split, sabíamos que no era solo otro destino en nuestro itinerario. Esta ciudad, famosa por sus playas y por el impresionante Palacio de Diocleciano, nos aguardaba con un aire de historia que parecía susurrarnos desde cada rincón. Este antiguo complejo con forma de fortaleza, construido en el siglo IV por el emperador romano, aún se alzaba majestuoso, como un puente entre el pasado y el presente. Dentro de sus murallas de piedra blanca, más de 200 edificios sobrevivían como testigos de un imperio que alguna vez pareció eterno.
Nos paseamos entre sus ruinas, donde se mezclan catedrales, tiendas, cafés y casas que aún respiran la vida de la ciudad. Fue allí donde conocimos a Jure, casado con una sobrina de don Antonio. Nos esperaba en su hogar, pero qué hogar: un verdadero museo. Cada rincón estaba decorado con piezas de arte y objetos rescatados de antiguos naufragios. Mientras nos relataba las historias detrás de cada pieza, sentí como si me transportara en el tiempo, imaginando barcos hundiéndose en el Adriático y dejando sus tesoros en el fondo del mar.
Un desvío lleno de música y nostalgia
Después de explorar Split, nos aventuramos a las afueras, donde un corto trayecto nos llevó a Omiš, una pequeña localidad que parecía la puerta a las montañas. Un río serpenteante, el Cetina, guiaba el camino, y el paisaje era tan pintoresco que parecía salido de un cuadro. Allí nos encontramos con familiares por parte de mi suegra, doña Krasna Mimica, quienes nos recibieron con un afecto que parecía abrazarnos desde el primer momento.
Lo mejor vino después. Resulta que parte de la familia formaba un coro en Split, y no tardaron en regalarnos una serenata de canciones croatas que nos llenaron de emoción. Fue un momento mágico, donde la música y las raíces familiares se entrelazaron de una manera inolvidable. Luego, nos adentramos en las montañas, donde conocimos la antigua casa de los Mimica, una reliquia que parecía guardar en sus paredes las historias de generaciones pasadas. Siguiendo nuestro camino, llegamos a Mimice, la cuna de los Mimica que emigraron a Punta Arenas y Porvenir.
El mar Adriático nos recibió con su azul profundo, y el pueblo parecía un sueño. Después de un largo día lleno de descubrimientos, regresamos a Split para pasar la noche y prepararnos para nuestro siguiente destino: la isla de Brač.
La isla de Brač: un viaje al corazón de la familia
Temprano por la mañana, abordamos un ferry que nos llevó a Supetar, el puerto de entrada a la isla de Brač. Al desembarcar, sentí que el tiempo se detenía. Supetar era el lugar donde nacieron mis dos abuelas, Anna Caracciolo y Zorka Martinović, y cada rincón del pueblo parecía susurrar historias de nuestro pasado. Mi cámara no paraba de grabar, capturando cada detalle como si temiera olvidar algún pedazo de este viaje.
Nos dirigimos a la iglesia local, donde el párroco, con la gentileza que distingue a los dalmatas, nos recibió con los libros de registro. Al abrirlos, fue como encontrar un cofre de tesoros familiares. Allí estaban las actas de nacimiento de mis dos abuelas, junto con las de sus hermanos, padres y abuelos. Pasé las páginas con cuidado, grabándolas con mi cámara, mientras sentía que cada nombre conectaba nuestro presente con un pasado lleno de historias.
Praznica: el inicio de una gran historia
Después de recorrer Supetar y sumergirnos en su encanto, tomamos el camino hacia el interior de la isla. Nuestro destino final era Praznica, el lugar de nacimiento de don Antonio. Allí, rodeados de colinas y paisajes que parecían tocados por la mano de un pintor, cerramos este capítulo de nuestra aventura. Cada kilómetro recorrido nos había acercado más a nuestras raíces, y al final del viaje, entendimos que no solo habíamos descubierto lugares, sino también a nosotros mismos. Este viaje no fue solo una travesía geográfica. Fue un puente entre generaciones, un recordatorio de que nuestras raíces no son solo nombres en un árbol genealógico, sino historias vivas que se sienten, se cantan y se cuentan. Y como siempre, mi cámara estaba allí para inmortalizarlo todo, porque cada rincón de este viaje merece ser recordado por siempre.
Un recibimiento digno de una celebración en Praznica
Parecía que todo el pueblo estaba en alerta, esperando nuestra llegada. Al detener el vehículo y bajar don Antonio, fue como si alguien hubiera encendido un interruptor mágico: aparecieron familiares, amigos de las familias y hasta curiosos por todas partes. Yo, por supuesto, con mi cámara en mano, no perdí detalle. Grababa cada movimiento y registraba ese entorno único, mientras intentaba no perderme en la emoción del momento. Las calles de Praznica eran tan angostas que parecía un desafío maniobrar por ellas. A cada lado, muros de piedra sostenían grandes terrazas de tierra, que los lugareños habían convertido en enormes maceteros para cultivos. Todo, absolutamente todo, parecía construido con piedra: las casas, los techos, las calles. Apenas un vistazo a las puertas o a algunos muebles interiores revelaba la escasez y el uso cuidadoso de la madera. Era un paisaje que te hacía sentir como si hubieras retrocedido en el tiempo, a un lugar donde la simplicidad y la funcionalidad eran arte.
Un eterno festejo lleno de sabores y nostalgia
Cuando finalmente llegamos a la casa de la familia, el ambiente era pura celebración. De la nada aparecieron quesos exquisitos, jamones curados y, por supuesto, vino, extraído de las cosechas de sus propios viñedos. Cada sabor tenía algo especial, un toque que evocaba memorias y nostalgias. Mientras degustábamos estas delicias, no podía evitar pensar que esos mismos sabores habían acompañado a los que dejaron esta tierra para forjar un nuevo hogar en las australes tierras de Chile. Mientras el interior de la casa seguía lleno de saludos y conversaciones, decidí salir con mi cámara para explorar. Quería capturar todo: los colores del lugar, las texturas de las piedras y, por supuesto, la esencia de este rincón del mundo. Fue en ese momento que las campanas del campanario comenzaron a sonar, llevadas por el viento, llamando a misa. Algo en ese sonido despertó recuerdos de mi niñez en Punta Arenas, cuando las campanas de la iglesia parecían marcar el ritmo del día.
El tiempo detenido en Praznica.
A lo lejos, vi cómo las mujeres, vestidas de negro, avanzaban lentamente hacia la iglesia. Muchas llevaban pañuelos cubriendo sus cabezas, atados bajo la barbilla, mientras caminaban con calma, sin prisa. Los hombres, también mayormente vestidos de negro, parecían un eco de un tiempo más sencillo, un tiempo que este lugar se había negado a abandonar. Había algo profundamente sereno en todo eso, como si en Praznica el reloj del mundo hubiera decidido detenerse hace décadas.
Cuando cae la noche, comienza la fiesta
Cuando el sol comenzó a esconderse tras las colinas, la casa se llenó de nuevo de vida. Llegaron más paisanos, esta vez con acordeones en mano, y la fiesta se desató. Entre risas, bailes y más vino, la noche se transformó en un eterno festejo. Cada acorde, cada paso de baile, parecía ser una celebración no solo del presente, sino también de las raíces que compartíamos, de los lazos que se habían mantenido vivos a pesar de la distancia y los años. Al final del día, mientras mi cámara descansaba y el pueblo se sumía en la quietud nocturna, supe que este no era solo un viaje más. Habíamos recorrido kilómetros para llegar hasta aquí, pero el verdadero trayecto había sido hacia nosotros mismos, hacia la conexión con un pasado que aún vive en la piedra, el vino y las canciones de Praznica.
Las palabras mágicas: “Chile” y “Punta Arenas”
En mis escapadas matutinas por la isla de Brač, la cámara al hombro y las ganas de explorar me llevaban a buscar locaciones interesantes y, sobre todo, a conocer a esas personas con historias que merecían ser contadas. Mi técnica para romper el hielo era simple, pero efectiva: siempre decía las palabras mágicas, “Chile” y “Punta Arenas”. Era como si estas palabras abrieran puertas y corazones, porque en esta isla, todos conocían a alguien que había emigrado a Chile o que tenía alguna conexión con Punta Arenas. En tiempos difíciles, esas conexiones familiares habían marcado la diferencia, y yo siempre era recibido con calidez y una sonrisa.
Un árbol en el techo y un pueblo fantasma
Mi primera parada fue Nerezisca, uno de los tres pueblos más importantes de la parte alta de Brač, junto con Praznica y Donji Humac. Este encantador lugar tenía mucho en común con Praznica, pero guardaba una peculiaridad que lo hacía único: sobre el techo de su pequeña iglesia, crecía un árbol. Sí, un árbol. Según contaban, el viento había traído una semilla desde algún lugar cercano, y contra todo pronóstico, había echado raíces allí. Era un espectáculo tan curioso como poético, y por supuesto, mi cámara no perdió detalle.
Después de maravillarme con el árbol de la iglesia, me dirigí a Donji Humac, un pueblo que, a primera vista, parecía completamente desierto. Mientras caminaba por sus calles silenciosas, tuve la extraña sensación de haber llegado a un escenario de película de ciencia ficción, como si los extraterrestres hubieran abducido a todos los habitantes. El lugar estaba tan tranquilo que hasta el eco de mis propios pasos me resultaba inquietante. Con curiosidad y algo de nerviosismo, subí una larga escalera que llevaba al cementerio del pueblo. Mi plan era buscar entre las lápidas algún apellido que me diera pistas sobre los orígenes de los Stepanović, la familia que un amigo me había pedido investigar. Mientras estaba inmerso en mi tarea, el sonido de las campanas de la iglesia rompió el silencio. Decidí bajar rápidamente para averiguar quién las hacía sonar. Llegué a la iglesia, golpeé sus puertas y esperé. Nada. Ni un alma. Golpeé nuevamente, esta vez con más fuerza. Silencio absoluto. La situación empezaba a parecerme más extraña. Continué mi recorrido por una de las angostas calles del pueblo y me detuve frente a un local con un letrero que decía “Bar Stipičić”. Pensando que estaba cerrado, giré la manilla por simple curiosidad, y para mi sorpresa, la puerta se abrió. Entré, llamé: “¡Hola, hola!”,pero nadie respondió. Parecía que el misterio del pueblo desierto seguía sin resolverse.
Desayuno con los Stepanović
Al salir del bar, noté algo que me devolvió la esperanza: ropa tendida en una casa. ¡Por fin, una señal de vida! Me acerqué y, de repente, la puerta del segundo piso se abrió. Apareció una mujer mayor, con expresión curiosa, y decidí usar mis palabras mágicas: “¡Punta Arenas!”. Su rostro se iluminó al instante. Bajó rápidamente por una escalera de piedra y, señalando su pecho, dijo con orgullo: “Stepanović”. Luego, gritó hacia el interior de la casa, y en cuestión de segundos, aparecieron dos personas más. Me invitaron a entrar, y lo que comenzó como una búsqueda solitaria en un pueblo fantasma se transformó en una experiencia profundamente conmovedora. Me sirvieron un desayuno delicioso, con sabores que me recordaron los relatos de los inmigrantes que habían llegado a Chile. Mientras disfrutábamos de la comida, sacaron un álbum de fotografías antiguas, lleno de imágenes de familiares que habían emigrado a Punta Arenas hace muchos años. Aunque nuestra comunicación era limitada, los gestos y las miradas decían más que las palabras. Sentí una conexión que atravesaba generaciones y océanos. Al final, entendí que los habitantes de Donji Humac no habían sido abducidos por extraterrestres, simplemente estaban en sus casas, desayunando y viviendo su vida sin prisa. Salí del pueblo con el corazón lleno y la cámara cargada de imágenes que no solo contaban historias, sino que también preservaban la esencia de estos momentos mágicos. Y una vez más, confirmé que “Chile” y “Punta Arenas” no eran solo palabras: eran llaves que abrían puertas hacia el pasado, la familia y la historia compartida. Una Aventura por Brač: Encuentros y Coincidencias.
Rumbo a Sutivan y Milna
Salimos temprano desde Praznica con rumbo a Sutivan, un pintoresco pueblo en la costa norte de Brač. Allí nos esperaban otros familiares de don Antonio. El recibimiento fue cálido, como si nos hubieran conocido de toda la vida. Recorrimos sus callecitas empedradas y disfrutamos de la hermosa vista hacia el mar, donde, al otro lado, se vislumbraba la imponente Split, bañada por el sol del Adriático.
Con el corazón lleno de historias compartidas y paisajes grabados en la memoria, seguimos nuestro camino hacia el sur, rumbo a Ložišća y finalmente a Milna. Milna es un lugar que parece sacado de un cuadro: un puerto encantador escondido en una bahía profunda en el extremo occidental de la isla. Su encanto radica no solo en su belleza natural, sino en el bullicio de las embarcaciones que llegan y se acomodan en el lado sur del puerto. Desde yates lujosos hasta pequeños barcos pesqueros, todos encuentran su lugar en esta tranquila ensenada.
Mientras caminábamos por el lado norte de la bahía, mis ojos se detuvieron en una figura que parecía parte del paisaje: un hombre mayor, sentado en un banco, con la mirada perdida en las azules aguas de la Bahía. Había algo en su porte que me resultaba familiar. Sin pensarlo mucho, le dije a Patricia: — Ese hombre tiene que ser de apellido Marinović. Ella me miró incrédula, pero no pude resistir la curiosidad. Me acerqué al hombre y, con un poco de nerviosismo, le pregunté: — ¿Es usted Marinović? El anciano levantó la mirada lentamente, como si estuviera despertando de un sueño, y asintió con una sonrisa ligera. Mis acompañantes no podían creerlo, menos cuando le pedí tomarle una foto y él accedió amablemente.Ese encuentro, tan inesperado como significativo, quedó inmortalizado en mi cámara. Más tarde, visitamos la parroquia local para revisar los antiguos libros de registro. Fue un momento mágico, como abrir un portal al pasado. Entre las páginas amarillentas aparecieron nombres que resonaban profundamente en mi memoria: Mladenić, Lošić, Marinović, Bonačić… Este último me hizo recordar a los Hermanos Bonačić, quienes a fines de 1800 fundaron un astillero que, con el tiempo y varios cambios de dueños, terminaría convirtiéndose en ASMAR en Punta Arenas. ¡Qué pequeñas se sienten las distancias cuando los lazos familiares cruzan océanos y siglos! El viaje continuó con nuevos descubrimientos, pero ese encuentro en Milna quedó grabado como un momento especial. Tiempo después, de regreso en Punta Arenas, mostré la foto del señor Marinović a una pariente llamada Olga, quien, al verla, exclamó: — ¿De cuándo es esa foto de Santiago? Resultó que el hombre en la foto tenía un asombroso parecido con su difunto esposo, Santiago Marinović. La vida, una vez más, me enseñó que el mundo está lleno de conexiones inesperadas, y viajar a los orígenes siempre revela mucho más que paisajes; revela historias, recuerdos y, a veces, incluso espejos del pasado.
La travesía a Sumartin y el mármol que viaja por el mundo.
El sol aún estaba desperezándose cuando partimos rumbo a Sumartin, al otro extremo de la isla de Brac. Apenas 19 kilómetros nos separaban de nuestro destino, pero el camino sinuoso y cubierto de una vegetación baja prometía ser una aventura por sí solo. Era un día caluroso, y el viento cálido que llegaba del Adriático parecía susurrar historias de tiempos antiguos mientras avanzábamos hacia el oriente de la isla. Nuestra primera parada fue Selca, un pintoresco pueblo que quedaba de paso, pero decidimos dejar su exploración para el regreso. Queríamos llegar pronto a Sumartin, un centro turístico tranquilo que cobraba vida cada vez que el ferry conectaba la isla con Makarska en el continente. Al llegar, el bullicio del puerto nos recibió con alegría, y frente a un pequeño quiosco en la entrada del pueblo ocurrió un momento inesperado: el encuentro fortuito entre mi tío y la sobrina de don Antonio. Aquella coincidencia, como si el destino estuviera tejiendo sus hilos, dio un giro especial a nuestra visita. Pasamos el resto del tiempo compartiendo historias y risas en compañía de esta rama de la familia que había venido desde lejos.
De regreso, al salir de Sumartin, decidimos detenernos en la cantera ubicada en la parte baja de Selca. Este lugar no era cualquier taller de piedra; aquí se gestaba la magia de uno de los mármoles más célebres del mundo. Las enormes rocas blancas, extraídas de las canteras de Pučišća, llegaban hasta esta fábrica para transformarse en piezas deslumbrantes. La piedra era cortada en láminas de distintos espesores, luego pulida hasta brillar como si tuviera vida propia. Mientras recorríamos el lugar, nos enteramos de un dato fascinante: el mármol de Brač había viajado más lejos que muchos de sus habitantes. Sus delicadas vetas blancas adornan nada menos que la “Casa Blanca” en Washington, la majestuosa “Catedral de Santa Sofía” en Estambul y el icónico edificio de las “Naciones Unidas” en Nueva York. Pensar que esta pequeña isla del Adriático había dejado su huella en algunos de los edificios más emblemáticos del mundo era, sencillamente, asombroso.
El mármol no era solo piedra; era historia tallada con manos expertas, era el alma de Brač exportada al mundo. Mientras observábamos las enormes losas siendo trabajadas, me quedé pensando en cómo un material tan sólido podía cargar con tanta belleza y, a la vez, tanta nostalgia por su tierra de origen. Fue una parada que nos conectó aún más con la esencia de esta isla que parecía guardar historias en cada rincón. Con las imágenes de Sumartin, el mármol y su viaje por el mundo, continuamos nuestro recorrido de regreso a Selca, sabiendo que aún había más aventuras por descubrir en esta tierra que parecía mezclar el pasado y el presente de manera tan cautivadora.
Selca: un pueblo de mármol, fe y luto
Selca, un pueblo de piedra blanca en la isla de Brač, parecía tener una conexión especial con la historia. Era difícil no sentir su peso mientras caminaba por sus calles empedradas. Este lugar no solo tenía mármol que viajaba por el mundo, sino también un vínculo directo con el alma de su gente y su fe. Fue aquí, en septiembre de 1994, donde el Papa Juan Pablo II hizo una visita histórica durante la guerra de los Balcanes, dejando una huella imborrable en el corazón de los habitantes.
Una escultura con su imagen ahora preside uno de los rincones del pueblo, recordando ese día en que Selca fue el centro de atención espiritual en una región marcada por el conflicto. Con mi cámara en mano y una pequeña libreta de notas, sentí que este recorrido por Croacia estaba transformándose en algo más que un viaje personal. Las imágenes y experiencias comenzaban a tomar forma en mi mente como un documental que, estaba seguro, resonaría profundamente al compartirlo en mi tierra. Mientras enfocaba la escultura de Juan Pablo II con mi cámara, noté algo inusual: muchas casas tenían las ventanas cubiertas con sabanillas negras que cegaban la luz del día. Desde algún lugar del pueblo, un coro de voces comenzó a elevarse, cantando melodías solemnes. Intrigado, seguí el sonido hasta llegar al corazón de Selca, donde los cantos emanaban de la iglesia. Fuera del templo, los rostros de quienes se encontraban reunidos me confirmaron que se trataba de un funeral. Decidí seguir recorriendo el pueblo para no interrumpir, pero no pasaron muchos minutos antes de que el eco de una pequeña banda fúnebre resonara entre las paredes de piedra. La música, lenta y cargada de tristeza, parecía llenar cada rincón del pueblo con su melancolía. Tomé una posición discreta cerca de un pequeño parque, desde donde podía observar sin perturbar las antiguas tradiciones que, lentamente, se desarrollaban ante mí. El cortejo fúnebre era impresionante. Al frente, los hombres marchaban en solemne procesión, seguidos por las mujeres, que portaban coronas y flores. Detrás de ellas, una banda de catorce músicos, todos vestidos con largas gabardinas negras, llenaba el aire con sus acordes fúnebres. Los sacerdotes caminaban con paso pausado, precediendo a una cureña que llevaba los restos del fallecido. A su lado, los familiares vestían un estricto luto, sus rostros serenos pero marcados por la pérdida.
La fila parecía interminable, y por un momento me pregunté si todo el pueblo estaba allí. Era un desfile de respeto y unidad, una expresión de las tradiciones profundamente arraigadas que Selca mantenía vivas. Las notas graves de la banda rebotaban en las fachadas de mármol y llenaban de solemnidad cada rincón. Mientras observaba este ritual, comprendí que no era solo un momento de despedida para el fallecido. Era un reflejo del alma de este lugar, de su historia, su fe y su comunidad. Y mientras el cortejo pasaba ante mí, con su gravedad y belleza, sentí que Selca me estaba contando una historia que debía ser documentada, una que resonaría más allá de estas calles de mármol, llegando hasta las tierras que algún día volvería a llamar hogar.
De Brač a Hvar: despedida de la isla y el inicio de nuevas aventuras
El día había llegado. Con cierta nostalgia, nos preparamos para despedirnos de Brač y de los recuerdos que esta isla de mármol y tradiciones había grabado en mi mente. Nuestro destino era Bol, al sur de la isla, el punto de partida para tomar la embarcación que nos llevaría a la isla de Hvar.
Bol, con su reputación como el lugar más turístico de Brač, nos recibió con el bullicio propio de una ciudad que nunca duerme durante el verano. Esta pequeña población, la única habitada en la costa meridional, estaba repleta de visitantes que inundaban las playas, los chiringuitos y los paseos marítimos. El ambiente era vibrante, una mezcla de juventud, familias en busca de descanso y aventureros listos para explorar cada rincón. Entre todas sus maravillas, el "Zlatni rat" (Cuerno dorado), catalogado como una de las mejores playas del Adriático, destacaba como el imán principal para los viajeros. Esta playa de fina arena blanca, que cambia de forma con el viento y las mareas, era un espectáculo natural que parecía desafiar la lógica. Pero Bol no era solo playa y sol; sus alrededores escondían verdaderas joyas de historia y misterio. Hacia el oeste, descubrimos la enigmática Cueva del Dragón, que alberga una capilla del siglo XV con esculturas talladas directamente en la roca. Este lugar, envuelto en leyendas y misticismo, parecía transportar a cualquiera que lo visitara a otro tiempo. No muy lejos, en un acantilado escarpado, se encontraba la Ermita de Blaca, un refugio construido por monjes que parecía desafiar la gravedad y la lógica arquitectónica. Al este, el imponente monasterio dominico del siglo XV, con su colección de pinturas barrocas croatas, ofrecía un contraste sereno frente al bullicio de la ciudad. Parecía un recordatorio de que Bol no era solo un paraíso para los turistas, sino también un lugar cargado de historia y cultura. Para nosotros, sin embargo, Bol era más que su fama o sus playas icónicas. Era la puerta hacia una nueva etapa de nuestro recorrido por Croacia. Mientras nos dirigíamos al puerto, con las maletas a cuestas y el corazón lleno de expectativas, me detuve un momento para mirar atrás. Brač había sido una isla de contrastes: mármol y tradiciones, turismo y soledad, historia y modernidad. El ferry nos esperaba, y con él, el horizonte de nuevas aventuras. La isla de Hvar prometía un paisaje diferente, pero en mi mente, Bol y todo lo que habíamos vivido en Brač se quedaría como una página brillante y cálida de esta travesía. Dejábamos atrás la isla, pero llevaba conmigo cada imagen, cada historia y cada sensación que este rincón del Adriático me había regalado.
De Hvar a Dubrovnik: aromas de lavanda y el final de un capítulo en Croacia
Al dejar la isla de Brač, nuestro grupo tomó rumbos distintos. Don Antonio, Tatiana y Alfredo decidieron quedarse un poco más, disfrutando de la tranquilidad y la belleza de Brač. Patricia y yo, en cambio, continuamos nuestro camino hacia Dubrovnik, con Italia como el próximo destino antes de reencontrarnos todos en Zagreb para emprender el regreso a Chile. El trayecto de Bol a Hvar fue corto, pero el cambio de escenario se sentía de inmediato. La isla de Hvar nos recibió con su singular encanto, donde lo antiguo y lo moderno se mezclaban de una manera mágica. Allí nos esperaba Jure Mihovilović, un sacerdote de la parroquia y sobrino de don Antonio, quien nos abrió las puertas de su casa con una hospitalidad que parecía ser la norma en estas tierras.
Jure se convirtió en nuestro guía personal, llevándonos a recorrer los rincones más emblemáticos de la isla. Nos habló con entusiasmo de su historia, sus tradiciones y de cómo Hvar había ganado fama como una de las joyas del Adriático. Pero lo que más llamó nuestra atención fue el aroma que impregnaba el aire: la lavanda, la planta característica de la isla. Caminamos junto a extensas plantaciones que rodeaban la iglesia de Jure, y el perfume dulce y relajante de la lavanda parecía envolverlo todo. Era imposible no detenerse a acariciar las flores y aspirar profundamente, como si el aroma pudiera atrapar en nuestra memoria ese momento para siempre. La lavanda de Hvar no solo era famosa por su calidad, sino también por ser un símbolo de la isla, presente en cada esquina, desde los mercados locales hasta los souvenirs que los visitantes se llevaban a casa. El tiempo en Hvar pasó rápido, demasiado rápido. Con cada rincón que explorábamos, sentíamos que apenas arañábamos la superficie de lo que la isla tenía para ofrecer. Pero nuestro viaje debía continuar. Al llegar al puerto, nos embarcamos en un transbordador que nos llevaría al destino final de nuestro recorrido por Croacia: Dubrovnik. Mientras el barco surcaba el Adriático, miré hacia atrás, hacia Hvar, con una mezcla de gratitud y melancolía. Croacia había sido un viaje de descubrimiento, no solo de paisajes y lugares, sino también de historias, conexiones familiares y tradiciones que parecían susurrar desde las piedras mismas de sus calles. Dubrovnik nos esperaba con su imponente muralla y su aire medieval, pero sabía que, aunque el itinerario dijera que era el final, en realidad era solo el cierre de un capítulo de esta travesía que seguiría sorprendiéndonos.
Horizontes compartidos: de Hvar a los canales de Magallanes
El sol comenzaba a bajar sobre el horizonte, tiñendo el cielo con tonos apagados mientras las nubes lo cubrían como si supieran que nuestro tiempo en Croacia estaba llegando a su fin. Era un día distinto a los anteriores, menos luminoso, más introspectivo, como si el paisaje también quisiera invitarnos a la reflexión. Al mirar el horizonte sobre el Adriático, mi mente viajó inevitablemente a los canales de Magallanes, donde nunca había un horizonte infinito, siempre marcado por una isla lejana o una vasta extensión de tierra.
Pensé en lo distinto que era este mar al de mi tierra, pero también en las similitudes. Reflexioné sobre aquellos primeros viajes de mis abuelos, quienes habían dejado las costas de Dalmacia para adentrarse en el desconocido Estrecho de Magallanes. ¿Qué habrán sentido al llegar? Me imaginé el impacto de ver aquellas aguas frías y ventosas por primera vez, en un día quizás como este, con las nubes cubriendo el cielo. No dudo que la nostalgia habrá inundado sus corazones, trayendo consigo recuerdos de su Dalmacia natal: las colinas de Brač, las casas de piedra, el perfume de la lavanda y el Adriático que dejaban atrás. Pero al mismo tiempo, estoy seguro de que llegaron con el espíritu en alto, sabiendo que esas tierras lejanas eran una promesa de futuro. Había algo en el horizonte gris y cargado de este día que parecía conectar nuestros destinos. Mis abuelos cruzaron los mares con la esperanza de forjar un nuevo hogar en las tierras australes, con la certeza de que estaban sembrando las raíces de un linaje que algún día, quizás, regresaría a las costas de su amada Dalmacia. Y aquí estaba yo, años después, cerrando el círculo al recorrer las tierras que ellos habían dejado. Mientras el barco se alejaba de Hvar, sentí que no era solo un viaje físico, sino también una conexión espiritual con aquellos que, hace tanto tiempo, se enfrentaron a horizontes desconocidos con valentía y determinación. El horizonte infinito del Adriático me recordó la vastedad del mundo y cómo nuestras historias, aunque separadas por océanos y generaciones, siempre encuentran la manera de entrelazarse. Era un momento de despedida, pero también de gratitud. Gratitud por los sacrificios de quienes nos precedieron, por las tierras que nos acogen y por la oportunidad de vivir experiencias que nos conectan con nuestras raíces y nos permiten reflexionar sobre los horizontes —físicos y emocionales— que nos definen.
Rumbo a Dubrovnik: Recuerdos entre balas y muros históricos
El barco deslizaba su quilla por las aguas cristalinas de Dubrovnik mientras nos acercábamos lentamente a la bahía de Gruž. Allí, justo frente al desembarcadero, nos encontramos con Kantafig, un pequeño rincón pintoresco a apenas 3 kilómetros del casco antiguo de la ciudad. La vista era un contraste impresionante: por un lado, el azul sereno del Adriático; por otro, las cicatrices de una historia reciente que seguía grabada en cada piedra. Cuando bajamos del barco, el hotel que nos esperaba frente al muelle nos recibió con una imagen que nos dejó en silencio. Su fachada, aún marcada por la metralla, era un testimonio mudo de la batalla que había tenido lugar allí no hacía mucho tiempo. Los agujeros en las paredes parecían contar sus propias historias, algunas sobre resistencia, otras sobre miedo, y todas sobre la fragilidad de la paz. Tras un registro rápido y cordial en la recepción, aprovechamos un momento de calma para enviar un mensaje a Jure, el sacerdote que habíamos conocido en la isla de Hvar. Su respuesta llegó más rápido de lo que esperábamos, y con ella, una instrucción intrigante: "Cuando lleguen a Roma, vayan al Vaticano y diríjanse a la Puerta de Bronce. Pregunten por el Padre Eterović." Nos miramos confundidos. ¿Quién era este Padre Eterović? ¿Y por qué deberíamos buscarlo? No teníamos idea, pero en el fondo, esa pizca de misterio comenzaba a darle un toque aún más especial a nuestro viaje. Sin embargo, en ese momento, lo único que queríamos era llegar al casco antiguo, esa mítica ciudad amurallada que habíamos soñado visitar desde siempre. Desde el hotel, las murallas de Dubrovnik nos llamaban como un faro de historia y belleza. Era como si, tras el recuerdo tangible de la guerra, aquellas piedras nos prometieran algo diferente: un refugio de cuentos medievales, calles empedradas y el eco de siglos pasados. Salimos del hotel con paso decidido, dejando atrás las cicatrices visibles del pasado reciente, y nos dirigimos hacia esas murallas que, aunque erosionadas por el tiempo, se mantenían firmes, orgullosas, como guardianas de un tesoro eterno. El calor del sol, la brisa marina y el murmullo de turistas mezclándose con el idioma local nos envolvieron mientras la ciudad amurallada comenzaba a abrirnos sus puertas, lista para contarnos sus secretos.
Dubrovnik: Tras las murallas de la historia
Al llegar a Dubrovnik, nos encontramos con la imponente Puerta de Ploča, que se alzaba al este de las murallas exteriores.
Esta entrada, protegida por la fortaleza Revelin, es hoy la preferida por los turistas, pero no pude evitar imaginarme cómo, en tiempos pretéritos, había sido una barrera infranqueable para quienes osaban desafiar a esta ciudad. La fortaleza y la puerta están unidas por un puente levadizo de madera que parece sacado de un cuento de caballeros, y un puente de piedra que cruza un foso que alguna vez fue la primera línea de defensa de Dubrovnik.
Estas murallas, tan bien conservadas, son mucho más que simples estructuras de piedra. Son guardianas de una historia que se extiende por siglos. Construidas entre los siglos XII y XVII, han protegido a la ciudad como una coraza medieval, manteniéndola invicta ante cualquier ejército enemigo durante su apogeo. Un dato que me impresionó fue que estas murallas, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, se extienden por 1.940 metros en un recorrido continuo, alcanzando alturas de hasta 25 metros. Al caminar junto a ellas, sentí que estaba pisando las huellas de siglos de historia, como si los ecos de los pasos de los antiguos defensores aún resonaran en los adoquines.
No pude resistirme. Tenía que recorrerlas. El paseo fue simplemente espectacular. Desde lo alto, la ciudad vieja de Dubrovnik se desplegaba como un lienzo vivo: tejados rojos perfectamente alineados, campanarios que rasgaban el cielo azul, calles empedradas que serpenteaban hacia plazas llenas de vida. Cada esquina ofrecía una vista digna de una postal, y desde allí, pude admirar una infinidad de construcciones, iglesias, museos y casas que parecían sacadas de otra época. No es de extrañar que Dubrovnik sea conocida como la "Perla del Adriático".
A medida que avanzaba, me detuve para observar las torres y bastiones que salpicaban las murallas. Había tres torres circulares y catorce cuadrangulares que parecían susurrar historias de batallas y victorias. Imaginé a los cañones — más de 120 en total —defendiendo ferozmente esta joya amurallada. No podía evitar sentir admiración por los ingenieros y constructores que lograron erigir una estructura tan impresionante y que, siglos después, sigue siendo un símbolo de orgullo para la ciudad. Tras completar el recorrido, que no puedo negar fue agotador pero absolutamente inolvidable, decidí explorar un poco más. Bajé a la ciudad y me encontré con uno de los tesoros más curiosos y antiguos de Dubrovnik: la farmacia del monasterio franciscano, una de las más antiguas de Europa, que lleva funcionando desde 1317. Ubicada junto a la icónica Fuente de Onofrio, esta pequeña farmacia no solo ha sido testigo de siglos de cambios, sino que también sigue funcionando.
La puerta de un pasado eterno
Al llegar a las imponentes Murallas de Dubrovnik, me encontré frente a la Puerta de Ploča, una entrada que parecía susurrar secretos de siglos pasados. Esta puerta, escoltada por la formidable fortaleza Revelin, ofrecía la bienvenida a viajeros y soñadores, conectada con un puente levadizo de madera y otro de piedra que cruzaban un antiguo foso de defensa. Era imposible no sentirme transportado a tiempos medievales, cuando estas murallas, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, eran la primera línea de defensa de una ciudad que jamás cayó ante un ejército hostil durante la Edad Media. El recorrido sobre las murallas, con su imponente longitud de 1.940 metros, no fue solo un paseo; fue un viaje en el tiempo. Me imaginaba a los centinelas de hace siglos, vigilando desde las alturas, observando el horizonte con la misma mirada que yo ahora dirigía al mar Adriático, cuyas aguas parecían susurrar historias de comercio, guerras y prosperidad. Las torres circulares, los bastiones y los cañones que alguna vez protegieron Dubrovnik estaban allí, silenciosos, pero rebosantes de historia. Desde lo alto, la ciudad desplegaba un mosaico de techos rojizos, estrechas callejuelas, iglesias y museos, como un corazón aún palpitante que resistía al paso del tiempo. No pude resistir la necesidad de recorrer cada metro de las murallas, deteniéndome a contemplar la vida que transcurría debajo: los mercados bulliciosos, las risas de los niños y el murmullo constante de los turistas, todos ellos envueltos en la magia de este lugar. Al bajar, me dirigí a un rincón especial, uno que parecía esconder la fragilidad y la fortaleza de los siglos: la farmacia franciscana, establecida en 1317, una de las más antiguas de Europa. Allí, en ese pequeño espacio al lado de la Fuente de Onofrio, imaginé a los antiguos boticarios preparando remedios, mezclando hierbas y esperanza en frascos de vidrio. Era como si el pasado estuviera vivo, respirando en cada rincón.
Orasac: Ecos de un pasado familiar
Arrendar un auto y partir hacia Orasac fue más que un simple viaje; era una travesía hacia las raíces, un encuentro con los fantasmas del pasado que aún habitaban esas tierras. El camino, aunque corto, estaba lleno de emoción. Bordear la península por la ruta de Jadranska Magistrala, con el Adriático extendiéndose a nuestro lado, me hacía sentir que cada curva nos acercaba no solo a un lugar, sino a un fragmento de mi historia. Aunque hoy un puente hace este trayecto más rápido, en aquel momento, el recorrido sinuoso era parte de la magia. Dejamos la ruta principal y nos internamos en caminos que parecían multiplicarse como si quisieran probar nuestra determinación. Casas dispersas, paisajes bucólicos y un aire cargado de silencios nos guiaron hasta encontrar, finalmente, lo que buscábamos: a Esteban Violić, sobrino del nono y primo de mi madre. Esteban era un hombre sencillo, con una camisa café oscuro y lentes de marcos negros. Al principio nos miró con desconfianza, como si dudara de que algún desconocido pudiera reclamar parentesco. Pero bastaron unas palabras, y la desconfianza dio paso a una sonrisa cálida que nos abrió las puertas de su casa y, con ellas, un capítulo perdido de nuestra familia.
En la pequeña casa nos esperaban su esposa Ana, su hijo Vedran y la pequeña Ivana, una niña de cinco años que, sin saberlo, sería el lazo más duradero que mantendría este encuentro vivo en el tiempo. Nos entendimos como podíamos, entre palabras cruzadas en idiomas distintos, gestos amplios y una emoción que no necesitaba traducción. Era como si el lenguaje universal de los lazos familiares guiara la conversación, desentrañando anécdotas e historias enterradas por los años.
“¿Dónde está la casa donde nació el nono?” pregunté con una mezcla de curiosidad y ansiedad. Esteban me llevó al patio y, señalándola, dijo: “Ahí está.” Mis pasos parecían pesados, cargados por la solemnidad del momento. Con algo de adrenalina y reverencia, abrí la puerta de aquella vieja casa.
Al entrar, lo primero que vi fue la foto del nono, colgada en la pared frente a la entrada, como un guardián silencioso que velaba por lo que dejó atrás. Permanecía ahí, un homenaje a su memoria y a su preocupación por los que no pudieron seguirlo. Esteban y Vedran me observaban desde la distancia, quizás notando la emoción que inundaba cada uno de mis movimientos. Con la cámara en mano, grabé cada rincón, cada sombra que parecía contar una historia. Al mirar por la ventana, hacia donde Dubrovnik se alzaba en el horizonte, resonaron en mi mente las palabras de mi madre: “Cuando se grita en Orasac, se escucha en Dubrovnik.”
Allí, con ese paisaje como testigo, entendí la fuerza de esas palabras. El eco de mi pasado vibraba en mi presente. De vuelta en la casa de Esteban, compartimos un vino y quesos, mientras me mostraban fotos de los hermanos del nono, rostros que hasta entonces eran desconocidos para mí.
Vedran nos narró su experiencia durante la guerra, cuando Orasac quedó al límite de los avances serbios. Su relato, lleno de dolor y resistencia, nos dejó perplejos. La guerra había marcado profundamente a este pequeño pueblo, pero también lo había unido en su fortaleza y memoria. Al caer la tarde, llegó el momento de despedirnos. Fue difícil dejar atrás a Esteban, Ana, Vedran e Ivana, quienes, en unas pocas horas, se habían convertido en un reflejo vivo de lo que mi nono dejó al partir. Mientras nos alejábamos, sentí que algo de mí se quedaba allí, entre los muros de esa vieja casa y las palabras no dichas que resonaban entre Dubrovnik y Orasac. Al subirnos al auto y alejarnos de Orasac, no pude evitar mirar una última vez por el retrovisor. Aquél era un adiós que sabía a reencuentro. Habíamos cerrado un capítulo inolvidable de nuestra travesía, uno que resonaría en mi memoria como los ecos de las palabras del nono, y ahora partíamos hacia Italia, llevando con nosotros no solo el recuerdo de nuestra historia, sino también el calor de quienes la mantienen viva.
El 27 de febrero era el día que mi viejo creía que era su cumpleaños. En mi viaje a Croacia, en 2022, descubrí que había nacido ese mismo mes pero el día 21, olvido que entiendo perfectamente, por dos razones:
La primera, sin temor a equivocarme, es que en su vida dura de Supetar, vida de campesino, los cumpleaños no se celebraban. De hecho, no recuerdo algún saludo a su hermano o a su cuñada por ese motivo. La intrascendencia, o pérdida de memoria, de estas fechas se confirma con lo que descubrí posteriormente: Mi abuela paterna, Giovanica Pjerotić, nació el mismo día que yo, un 9 de enero, misma fecha del nacimiento que la Tía Vinka, esposa del hermano de mi papá. Mi viejo nunca me comentó esta coincidencia, lo cual para mi es una evidencia de que no tenía una preocupación especial por estas fechas.
La segunda porque, a falta de celebraciones su fecha de nacimiento se desvaneció en el tiempo, debido a la rutina de los días reducidos, simplemente, a un conjunto de horas dedicadas al trabajo. En mi infancia, y hasta que salí de colegio, no recuerdo ninguna celebración de cumpleaños. Estos vinieron a mi vida, junto con mi señora. Ella fue quien institucionalizó celebrar regularmente todas las fechas emotivas. Recuerdo que para los años nuevos, era típico que mi papá desapareciera tipo 8 de la noche, con la excusa de ir a dormir, apareciendo siempre justo para los abrazos, volviéndose inmediatamente a su dormitorio.
Me imagino que esta fecha le recordaba su desarraigo, aquel vacío del abandono obligado de su tierra natal. Recuerdo a mi viejo, siempre despreocupado de cómo vestirse, con sus típicos suspensores y buscando soluciones prácticas a los problemas cotidianos. Él era un buscavida. Como muchos croatas trabajaba hasta tarde, en lo que le permitiera ganarse el sustento. En las horas de ocio se le veía entretenido en su cacharro o manipulando su elemento favorito, el cemento, para hacer todo tipo de arreglos. Este elemento era capaz de sorprender cuando era moldeado por sus grandes y rústicas manos de obrero. Me acuerdo, que cuando la Chevrolet 1951 presentó una severa corrosión en unos de sus tapabarros traseros, ante la imposbilidad de que se lo repararan en un taller, se las arregló para hacerlo usando una malla de gallinero, un poco de cemento y pintura, arreglo que duró para siempre.
Como muchos croatas mi viejo no era una persona de piel. Él mostraba su amor con otros detalles en el día a día. La generosidad, la solidaridad y el carácter sociable lo vi en muchos paisanos croatas que llegaron a este país y que estaban marcados por el desarraigo y la vida dedicada al sustento de sus familias. Su carácter sociable contrastaba con lo reservado que era en cuanto a su vida en Croacia. De hecho, en su única distracción dominical, la visita al club yugoslavo donde se reunía con los paisanos, nunca escuché a uno de ellos hablar de su tierra natal. Me imagino que era un mecanismo de defensa para no transitar por los senderos de recuerdos que llevan en su origen la nostalgia y el dolor de lo que ya no es.
En nuestro viaje a Croacia, logré sentir la presencia de nuestros antepasados en todos aquellos rincones de piedras inmutables al paso del tiempo. Logré transitar algunos de los senderos retenidos en la memoria de mi viejo y ocultos a nuestros corazones. Descubrí que mi abuelo murió cuando mi padre tenía 7 años, que su familia estaba constituida por 9 hermanos, tres de ellos fallecidos antes de los tres años. La hermana menor, Stefanía, murió a los 24 años y, de la impresión, mi abuela murió el mismo día. Por otra parte, en la familia de mi abuela, varios de sus hermanos también murieron muy jóvenes. Este tipo de tragedia se repetía en todas las familias de aquella época.
La emigración de mi padre a Chile fue la búsqueda de un sueño simple: vencer la pobreza. Este estigma aumentó por una enfermedad que atacó a las plantaciones de olivos y viñedos, los únicos sustentos de la isla Brač la que generó una ola de emigración y la mayoría eligió como destino a nuestro país.
Cumpliendo una promesa hecha a mis hijos Janina y Danilo Iván de ir a conocer sus raíces, decidí viajar, a fin de julio 2024, con ellos y mi compañera Verónica a Croacia incluyendo un paso por Italia.
A pesar del consejo de amigos y familiares de no viajar en el verano europeo por sus excesivos calores, las aglomeraciones y los altos precios propios de la temporada alta, no tuve otra opción que decidirme a hacerlo ya que se daba el hecho poco frecuente de que Janina y Danilo I. coincidían en sus días de vacaciones. Por otra parte, ya a mis 80, en relativamente buen estado físico, podría soportar las largas caminatas propias de un viaje de estas características y también el calor, lo que no estaría garantizado para años próximos.
El viaje planeado era llegar a Roma, pasar a Dubrovnik para seguir a Pelješac, Brač, Split, Zadar y Rovinj desde donde cruzar a Venecia, visitar Padua, Florencia, Roma y regresar desde ahí a Santiago. Una vez comprado los pasajes, con fecha de ida el 27 de julio y retorno el 20 de agosto, durante un mes me dediqué a reservar departamentos en todos los lugares que pernoctaríamos, alternativa siempre más conveniente que alojar 4 personas en dos habitaciones en hoteles. También reservé el arriendo de un auto para realizar todo el recorrido en Croacia sin depender de buses o taxis.
Nuestro tour comenzó en Dubrovnik, (5 días), con un recorrido de la ciudadela, un paseo en barco alrededor de la isla de Lokrum y un encuentro ahí con un primer pariente, Lukša Kalafatović, hijo de un sobrino, Nikola.
Seguimos a la península de Pelješac, desde donde, por Orebić, cruzamos a la isla de Korčula, (3 días), la ciudad más bella del viaje según mis hijos y Verónica, que también recorrimos y nos reunimos allí con Nikola y su esposa Nanda. De regreso a Pelješac, hicimos una parada en Janjina, pueblo de donde era mi padre en el que nos juntamos con dos primos, Nada e Ivo, fuimos a ver la casa donde nació mi padre y también al cementerio.
Continuamos a la ciudad de Makarska, para cruzar en ferry hacia Sumartin, Isla de Brač, alojar en Bol (3 días) donde no pudimos dejar de ir a la famosa Zlatni Rat y terminamos visitando Pučišće y Postire, pueblos de mis abuelos maternos, la nona Frane y el nono Gero, respectivamente.
De Brač, por Supetar cruzamos en ferry hacia Split (2 días), recorriéndolo, desde donde fuimos por el día al hermoso Trogir.
Desde Split seguimos a Zadar (1 día), yendo al atardecer al órgano marino, para finalizar en Rovinj (2 días) ciudad ya con bastante influencia italiana.
Describir la emoción de encontrarse con familiares, (yo hacía 38 años que no iba a Croacia), lo bello, lo histórico de los lugares visitados, resulta prácticamente imposible; es algo que solo se vive. Destacable además de Croacia, como descendiente de croata, la sensación de sentirse como en casa, la seguridad que se experimenta, lo puro y cálido de su mar, el apreciar la belleza de sus mujeres, (casi todas “de pasarela”) según Verónica, entre tantas cosas más. Y algo que me agradó fue que mi croata, aprendido en la casa paterna, al parecer bastante bueno para quienes me escuchaban hablarlo, me sirvió mucho para comunicarme en Croacia, sobre todo con personas de más edad que, a diferencia de la juventud, muy pocas dominan el inglés.
A Venecia cruzamos en ferry desde Rovinj desde donde, en tren, seguimos a Padua donde alojamos (2 días), pudimos visitar la famosa basílica de San Antonio, santo preferido de mi padre, y desde allí volver a Venecia, recorrerla y hasta tomar la típica góndola para recorrer sus canales.
De Padua, siempre en tren, seguimos a Florencia, (3 días), incluida especialmente en el tour de Italia por Janina y Danilo I, ambos artistas, que se deleitaron frente a tanta belleza, escultórica, pictórica y arquitectónica.
De Florencia, también en tren, llegamos a Roma, (3 días), destino final de nuestro viaje que incluyó el Vaticano. Lo bello de las ciudades visitadas en Italia también casi imposible de describir, solo hay que vivirlo.
En resumen, un viaje quizás un poco agotador por todo lo que quisimos abarcar, a veces con algunos contratiempos o pequeñas discusiones propias de convivir 4 personas durante 23 días pero de un excelente balance final que, por lo mismo, nunca olvidaremos.
De nuestro viaje a Croacia, que hicimos con la familia en el año 2022, puedo decir que fue de ensueño. Además, de ver lo hermoso del país, también nos permitió sentir la presencia de nuestros antepasados, en aquellos rincones que han estado inmutables al paso del tiempo.
Uno de nuestros objetivos del viaje era saber si teníamos algún pariente Beović en Supetar. No obstante, tenía poca esperanza ya que mis dos primos hermanos, con los cuales tenía contacto, me señalaban que no teníamos parientes en la isla. Si había un Beović, estaban seguros no tenía ninguna relación con nosotros. Me costaba creer esta afirmación considerando lo pequeño que era el pueblo y la baja población en el período en que vivió mi viejo. Para mí no podía haber solo una coincidencia de apellidos. Lo cierto es que la búsqueda de un pariente en Brač, para conocer en parte como era la vida en aquella época, se resumía a la ubicación de una dirección indicada en una carta escrita por Petar y Zorka Beović, carta que había encontrado en medio de un conjunto de fotos atesoradas por mi mamá.
En una de las caminatas, logramos dar con la dirección de la carta. La casa estaba vacía y, de acuerdo a los vecinos, el dueño la utilizaba sólo cuando venía de vacaciones ya que vivía en Inglaterra. Ante esta frustración, decidimos escribir una carta de presentación familiar, indicando dirección y teléfonos, que deslizamos por debajo de la puerta de entrada a la que, en dos años, no tuvimos respuesta.
Una tarde, de regreso de nuestra caminata emocional en Supetar, nos encontramos con la novedad de que la dueña del departamento que arrendábamosnos estaba esperando en la entrada, junto a una señora. "Me dijo... te presento a Katja Beović". ¿Alcance de apellido? ¿En un pueblo chico, donde nació mi viejo, me pregunté?. Ella tenía un aspecto ya mayor, de unos 85 años. En nuestra conversación me comentó que su papá, Ivo, había muerto cuando ella tenía sólo dos años. A mi consulta por el nombre sus ancestros, me dijo que no recordaba el nombre de sus abuelos, por lo cual no podíamos descubrir si estábamos relacionados. Sí me señaló que tenía parientes en Chile, por el lado de su mamá, Elena Karsulović. Además, me indicó los nombres de dos hermanos de su papá que yo escribí en una libreta. Después de una grata pero corta conversación, marcada por la dificultad del idioma, una mezcla de palabras pronunciadas en inglés e italiano, nos despedimos con una sonrisa de frustración, sin saber si existía algún lazo de sangre entre nosotros.
Cuando llegué a Santiago, dediqué bastante tiempo en establecer las conexiones de los Beović a partir los registros de nuestros ancestros que disponía. Me costó bastante, ya que todo estaba en croata, con letra manuscrita y la información bien dispersa. Tiempo después de lo anterior, me acorde de Katja y amplié la revisión de la información para ver si su papá aparecía en los registros.
En esta comprobación encontré un Giovanni Beović que estaba casado con Elena Karsulović. Esta pareja había tenido una hija llamada Kalija. Cuando verifiqué la fecha de defunción... sorpresa … encontré que Giovanni había partido de este mundo a los dos años de nacida la hija. Es decir, en los registros Katja estaba inscrita con el nombre de Kalija y su padre Ivo estaba bajo el nombre de Giovanni. Además, tiempo después me acordé de que había registrado los nombres de sus tíos. Fui en busca de la libreta de notas y descubrí que había escrito Petar y Zorka. Todo coincidía, éramos parientes. Su abuelo era Giorgio Beović Jakšić, hermano de mi abuelo Giovanni Doménica. El papá de Kalija era primo hermano de mi viejo.
A la fecha no he podido contactarme con ella para comentarle sobre nuestro parentesco. Cuánta historia olvidada sobre nuestros ancestros, no sólo es una historia perdida para nosotros, los descendientes de los emigrantes, sino que también para los que quedaron en la isla. Claro que los orígenes y explicación de tal desconocimiento de las raíces son diferentes.
Para nosotros, el olvido es consecuencia del hermetismo como medio de autodefensa a las emociones de nostalgia de nuestros padres y ,también, de nuestro el pecado juvenil de vivir solo el presente y no disponer el tiempo para escuchar sus historias. Los descendientes, en Croacia, no tienen ningún sentimiento heredado de desarraigo ni nada que se le asocie. Ellos viven su vida sin ningún conflicto ni necesidad de conocer la historia de la familia.
Uno de los pocos recuerdos que mi viejo me transmitió fue que se vino a Chile, por los años 20, cuando tenía 13 años. Mi abuela Giovannica Pjerotić, ya viuda, lo fue a dejar a un puerto en Italia para que tomara un barco con destino a Sudamérica. Ella eligió, en el mismo puerto, a una familia que tuviera hijos para que lo cuidaran en la travesía de aproximadamente 1 mes. La familia elegida se desembarcaría en Panamá por lo cual todo el trayecto de Panamá a Chile fue sin supervisión.
Uno de los pocos recuerdos que mi viejo me transmitió fue que de su infancia en Supetar mantenía en su memoria el sabor de la uva de la parra que tenía en su casa. Esto debe ser la razón del por qué en nuestra casa en Chile teníamos varios parrones; me imagino que era su forma de estar más cerca de su tierra y su familia. Me acuerdo de que se enojaba muchísimo si alguien le sacaba un gajo de uva a un racimo. Uno tenía que sacar el racimo completo o nada. Me imagino que esta regla emanaba de las horas que le dedicaba a limpiar los racimos, uno por uno. Se preocupaba mucho de la presentación del racimo, no sólo iba eliminando los gajos faltantes, con su típica tijera de podar y su paciencia de campesino, sino que armaba una verdadera obra de arte, que consistía en un conjunto de racimos dispuestos en su rama original, que luego yo, entre hojas, racimos y ramas, tenía la tarea de repartir por el vecindario.
Una vez me comentó que, en una estación de tren en Francia, camino a Yugoslavia junto a mi mamá, en busca de su reencuentro con su tierra, le gritaron don Jorge. Cuando se dio vuelta vio que era el hijo de un vecino que había emigrado de Chile. Él le contó que entre sus recuerdos de infancia estaban los racimos de uva del parrón de nuestra casa. Ahora, en parte, yo mantengo su tradición, con las mismas parras, pero con la salvedad de que mi paciencia no me permite armar obras de arte, tan sólo limpio los racimos que luego regalo a los vecinos más cercanos.
En el año 2001 fui por primera vez a visitar a mis parientes en Croacia con motivo de la repatriación de los restos de mi tío Petar Prugo, esposo de mi tía Maria, hermana de mi padre, para que descansara junto a ella. En esa oportunidad, mi prima Zsenija Prugo Beović y Mladenka, la esposa de mi primo Ivo Velsic Beović, me contaron una vivencia de mi viejo cuando estuvo en Croacia allá por el año 1978 en que fue a visitar la que fuera su casa en Supetar. Allí entre lo que quedaba de ella se acercó al aun existente parrón, cogió un racimo y comió sólo una uva, amarga de tiempo y nostalgia, cayendo en un llanto desconsolado.
Debió ser ser demasiado duro recordar en un gajo de uva todas las vidas ausentes y los tiempos difíciles que le tocó vivir como lo fueron siendo solo un niño al dejar a toda su familia y venirse solo a un país desconocido.
Hoy siento la necesidad de descubrir su historia pero lamentablemente ya partieron todos y, los que quedamos, no la conocemos en absoluto. En palabras de Borges, todos se convirtieron en el olvido que seremos.
Me encuentro con Patricia, mi Sra., en Croacia, isla de Korčula, donde estamos visitando a nuestra hija Pamela y yerno Pavo Nadilo, que viven en la isla y, el 1 de Julio, concurrí con ellos a una exposición de un gran artista croata de la misma isla, FRANE FRANULOVIĆ LUKRIĆ, muy amigo de Pavo y Pamela. Ese día don Frane comemoró sus 50 años de artista, inaugurando una exposición de sus obras en la galería Natasa Citinić, en la localidad de Blato de la isla y me entregó, como regalo para el Estadio Croata, el libro de su exposición y una de sus obras, lo que haré llegar al mismo Estadio a mi regreso a Chile.
A manera de una corta reseña, FRANE FRANULOVIĆ LUKRIĆ nace en el año 1955 en la ciudad de Split donde cursa su enseñanza básica y termina sus estudios en la Escuela de Arte de esa ciudad, a fines del año 1972, con su primera exposición en la localidad de Kastela. Hasta ahora, ha tenido más de 35 exposiciones entre Croacia, países de Europa y Australia. Desde el año 1976 vive en Prizba (Blato).
Sus obras están basadas en objetos que han sido recogidos del mar y playas, como algas, conchas, arena, mallas de pesca y de la naturaleza, como ramas, hojas secas, raíces de cactus y otros elementos como ventanas y puertas de madera antiguas.
¿Quién, de los puntarenenses más maduros, no recordará a Natalio, ese simpático personaje, descendiente de croatas, que iba a todos los funerales que se realizaban de Punta Arenas?.
El otoño tiene cierta familiaridad con la Muerte: se le adivina en el lento caer de las hojas y en la tristeza de nuestros mejores amigos. Tiene algo el Otoño, un extraño secreto que sólo resuelven aquellos a quienes ampara en su aureola pertinaz, sugerente y neblinosa, estimada y melancólica. En uno de esos días sugerentes de nostalgia ha muerto Natalio. Yo lo conocía solamente por Natalio. Nunca la curiosidad me tentó en el sentido de averiguar el nombre completo de Natalio. Para mí, para Ud., y para todos los habitantes de Punta Arenas.
NATALIO KRAGIC JURGEVIC, era simple, solemne y fraternalmente Natalio. De improviso, un amigo me dice : Murió Natalio... No pensé en nadie más que en el genuino Natalio de Punta Arenas, y a tal idea asocié la figura de este hombre humilde que ya se ha ido para siempre. Me remonto a muchos años atrás; escarbando en el tiempo le veo caminar por calle Borles con su porte distinguido - ¡Que si lo tenía! - empuñando un báculo del mundo desconocido para nosotros. ¡Cuántas veces me crucé con él por estas heladas calles de la ciudad! Una, cien, mil, no sé. Pero lo escucho aún en sus palabras hilvanadas en sordina con su propia heredad humana. Allí va, atravesando la calle, con sus zapatillas blancas como para que su presencia fuera menos notada. Tal vez era un tierno amigo del silencio. Aquí enarbola su báculo como haciéndole frente a invisibles molinos de viento como ese otro descubridor de maravillas que fue Don Qujote de la Mancha. ¡Dejémosle pasar, dejémosle con sus angustias y con sus alegrías! No dejaré de pensar en este hombre enriquecido de ternura acompañando al Camposanto a todos aquellos que ya cumplieron en vida con su cuota de abnegación y de trabajo; allí iba él rindiendo su homenaje postrer, ordenando silencios, enarbolando proclamas y abriendo el corazón para que una lágrima cayera con toda la salobre epopeya del llanto. Me imagino a Natalio, aún con su jockey avizor de horizontes, al mando de todo un batallón de hombres, mujeres y niños, recto, sublime, sintiendo al que se iba como si fuera algo de su propio mundo soledoso y doloroso.
Ayer fue él el despedido. Yo sé que mucha gente concurrió a dejarlo. Sé que, desde el más humilde obrero hasta el más acaudalado comerciante, agradecieron en Natalio tan valioso ejemplo que él sembrara en virtud de quien sabe qué misterioso designio. Con Natalio se ha ido un personaje pintoresco de Punta Arenas. Entiendo que desde hoy en adelante echaremos de menos su estampa de conductor de sepelios. Más de alguien, más de algún anónimo pasajero de estas tierras siente hoy con la muerte de Natalio como algo de la muerte de un familiar cercano. Quizá en cuántas y tantas veces fue este hombre el único deudo de un cadáver desconocido. Pero allí estaba él, abriéndole calle con sus voces y sus gestos.
Con Natalio se ha ido algo esencial y característico de Punta Arenas. ¿ Y por qué no decirlo? También se ha ido algo de nosotros mismos... (Marino Muñoz Lagos, La Prensa Austral, Punta Arenas, 12- Abril de 1958). Nota : Otros autores refirieron que escasas personas concurrieron a su sepelio, verificando unos versos dedicados que decían:" Cuando finó este gran seglar, poca gente viva fue a su entierro, pero debió acompañarle una columna, interminable, formada por las almas de sus queridos muertos". Usaba un largo abrigo, en la cabeza una gorra tipo jockey y zapatillas de goma, por este motivo, al que usaba este tipo de calzado le llamaban igualmente "Natalio"...
Natalio Kragic Jurjevic falleció en Punta Arenas a los 60 años, un jueves 10 de abril de 1958, sus padres fueron Mariano Kragic Marinic (+28-IX-1940) y Antonia Jurjevic de Kragic (+ 17-XII-1930), hermanos: Antonio, Bozo y Vinka, nacidos en Split. Sus restos mortales se encuentran reunidos en una tumba en el Cementerio Municipal "Sara Braun" de Punta Arenas, ubicada en las siguientes coordenadas : Sector Sur, Cuartel 3, Línea 5, N'18 de Sepultura.
En un canasta al brazo, cubierto con un pulcro paño blanco, y apoyándose en un enérgico bastón de rama de calafate para afirmarse en el hielo que se empinaba cerro arriba, venía la voz del Ludi Keko: "Piscaro frisco".
Era pequeño, enjuto, chispeante, mal hablado... Un atado de nervios. Pura dinamita. ¡Qué digo! ¡Nitroglicerina! Bastaba una chispa para que explotara o explosionara como se dice ahora. Usaba un idioma propio, en que las palabras eran italianas, chilotas y croatas, en un revoltijo que el desenredaba con las manos. En verdad se expresaba más con centellantes ademanes que con la voz. ¡Cómo pesa una canasta llena de pulpos recién arrancados de entre las rocas azotadas par el mar...!¡Cómo cruje el mimbre y escurre el agua potable por sobre el pantalón ya mojado del pescador...! "Hay que mojarse culo y voivas para agarrar quirios", explica Keko en un remolino de ademanes. "Una vez casi me Ileva el mar. Me se llenaron botas de agua y me agaré con gancho a unas algas".
Pescar pulpos es en verdad un arte difícil, sobre todo en las frías aguas magallánicas. Tal vez pescar no sea el termino exacto cuando de pulpos se trata. Estos siniestros octópodos son una verdadera negación de la belleza y la bondad. Solo tienen cabeza y patas tentaculares - cefalópodos - llenos de ventosas y se adhieren a cualquier cosa con chupones de vacío imposibles de desprender mientras el animal está vivo. Ludi Keko sostenía que los pulpos pueden ser casi tan malos como los hombres, solo que no saber burlarse ni pueden llorar. Pero, como los hombres, pueden, con su negra tinta, enturbiar todo el espacio donde viven. Sin embargo, tienen la ventaja de que pueden Ilegar a la mesa preparados de distintas formas, todas ellas en verdad deliciosa.
Ludi Keko grita: "Frisco, siñora... a cumprar pulpo, siñora.. ", explica con su voz aguda y sus manos arremolinadas, en su pintoresco modo de explicar. El cónsul francés ha elegido esa mañana, par su propia mano, dos hermosos ejemplares de casi dos kilos cada uno.
"Lo que me coista arrancarlos de entre las rocas mientras la marea comenzaba a subir". Pero, sus sonoros pesos fuertes ha pagado el buen "gourmet" por el gustazo que se dará en la cena de gala de ese 14 de julio.. ¡Vive la France! ¡Allons enfante...! ¡Viva la ensalada de nabos con perejil y el champaña enfriando en la nieve del patio!.
Oirle y verle -las dos maneras de entenderlo - es todo un espectáculo. Parece como si entre las articulaciones de sus dedos huesudos y nudosos, ganchudos y enérgicos, se entrelazaran miles de invisibles hilos que mueven las marionetas de su fantasía. Porque sus nerviosos ademanes dibujan y desdibujan, mueve y hace hablar las mas extrañas figuras y como salta, sin conexión alguna, de un tema a otro, de una a otra figura, personaje, cosa o situación, ocurre que todo es un vertiginoso caleidoscopio de bienes y cambiantes colores, de contornos fugaces y de formas alucinantes.
Mi padre, actualmente de 93 años, vive en Antofagasta desde la década de los 60. Él es hijo del inmigrante croata, Cristóbal Lulić Vanak, mi abuelo, oriundo del pueblo de Suhovare, cercano a la ciudad de Zadar, Croacia.
A principios del siglo XX, trabajando como marino en un barco mercante, mi abuelo Cristóbal llegó a Argentina desde Croacia, viajando a Chile en 1924, instalándose en Puerto Porvenir, Magallanes. Allí fundó la “Compañía de Alumbrado de Porvenir”, la primera compañía de luz eléctrica en la zona, así como otras empresas que llevaron el progreso a esas regiones. Se casó con Ester Dureu Navarrete y tuvo dos hijos: Jorge, mi padre y mi tío Osvaldo Lulić, ya fallecido.
He visitado más de una vez el pueblo de Suhovare. Allí tuve la oportunidad de conocer y reunirme con la familia del abuelo lo cual fue muy bonito; siempre con la esperanza de encontrar alguna pista o información sobre su nacimiento. En Suhovare hay dos clanes importantes los Lulić y los Ukalović. Se casaban entre ellos (algunos aún lo hacen), pero muchos de la nueva generación se han ido a trabajar a otros países de Europa y el mundo. Aún quedan rastros de la antigua casa de mi abuelo y, de los familiares mayores que pude conocer, algunos hablaban sobre él con cariño ya que, durante los días difíciles en Croacia, ayudó a muchos de ellos, y también a amigos enviándoles dinero y paquetes con ropa desde Chile.
Yo hice mis estudios en los años 70-80 en la Universidad de Durham, Inglaterra, donde me establecí posteriormente, hasta ahora, me casé y tengo dos hijos, adquirí la ciudadanía británica en 1979. Regularmente mis hijos y yo visitamos a mi padre con quien mantenemos un contacto frecuente.
Eugenio Gligo Grassi, (1895-1966), hijo de Nikola (Nicolo) Gligo Nikolorić y de María Grassi Lode, nació el 11 de Enero de 1895 en Bol, Isla de Brač, Croacia. Estudió los cursos de gimnástica en Zadar, y posteriormente fue cadete naval de la marina del Reino de Serbia, Croacia y Eslovenia, adscrita al Imperio Austro-Húngaro.
En 1914, el buque-escuela había recalado en Buenos Aires en el momento que se declaró la primera guerra mundial. Consciente de que esa guerra no era la suya, no volvió a la embarcación y se quedó en Buenos Aires. Había llegado como inmigrante a esa ciudad Wenceslao Gligo, primo de él, quien lo acogió en sus comienzos porteños. Como había estudiado varios idiomas al comienzo sobrevivió haciendo clases de español a inmigrantes europeos. Posteriormente entró a trabajar en la compañía telefónica inglesa de Argentina. Sus padres le habían encomendado ubicar a su hermano Vicente y por ello, en 1923, partió a Santa Cruz, al sur de Argentina, donde residió por 3 meses.
Siguiendo a su hermano Vicente, llegó a Punta Arenas. Allí fue contratado como Contador General en el Frigorífico Puerto Sara, hoy desaparecido. Aunque estaba a 140 Km. de Punta Arenas, el trayecto a esta ciudad, debido a los malos caminos, demoraba uno o incluso dos días. Estuvo trabajando allí durante 5 años lo que le permitió ahorrar dinero.
Regresó a Punta Arenas en 1928 y se hizo socio de Jorge Matetich que poseía un establecimiento comercial en Calle Roca 935 y que fue fundado en 1894. Pasó a llamarse Matetich y Gligo. En 1933 se casó con Ágata Viel Vitali, naciendo, entre 1934 y 1940, sus cuatro hijos: María Eugenia, Ágata, Nicolo y Eugenio.
Alrededor de 1936, la sociedad comercial se deshizo pasando a llamarse Gligo Hermanos por un lapso de 3 años, ya que incorporó como socio a su hermano Vicente Gligo. Durante los 19 años siguientes quedó en manos sólo de Eugenio Gligo, y se llamó Casa Gligo, hasta su cierre en 1958. Esta casa comercial tenía múltiples secciones: Librería, Regalos, Juguetería, Disquería, y Maletería, destacándose por sus variadas ofertas tanto de productos nacionales como importados.
En 1936 a Eugenio Gligo Grassi se le otorgó el arrendamiento de varios lotes fiscales para constituir una estancia ovina y criar karakules con el objeto de obtener astrakán. Se le denominó Estancia María Eugenia, y tenía una superficie de 7.500 hectáreas. A partir de 1938 la estancia fue parte de la sociedad formada por él y Jorge Campos Menéndez. En años 1941 y 42 la familia Gligo Viel residió en la Estancia María Eugenia, y en 1945 en puerto Porvenir. Al disolverse la sociedad con Jorge Campos Menéndez, la estancia quedó con una superficie de 4.500 hectáreas, y fue trabajada permanentemente por su dueño. La estancia fue adquirida al Fisco en 1957.
Al fallecimiento de Eugenio Gligo en 1966, la siguió trabajando su viuda Ágata Viel Vitali, quien a su muerte le sucedieron sus herederos. La estancia fue vendida en 2013.
Eugenio Gligo Grassi fue una figura pública participando activamente en la vida republicana de Punta Arenas En la Unión de Pequeños Ganaderos de Magallanes, ocupó varios cargos en diversos directorios. Fue un Rotario destacado, donde también participando en varios directorios.
Convivió activamente en la sociedad magallánica; miembro del Club Inglés, del Club Croata, entre otros, y asiduo en las tertulias de café. Pero donde tuvo una muy destacada labor fue como Presidente de la Cámara de Comercio e Industria de Magallanes, pues le tocó comandar las gestiones para obtener el Puerto Libre de Magallanes. Fue presidente de esta organización gremial desde 1937 a 1940 y de 1944 a 1957. Veinte años a la cabeza de la institución a la que se dedicó con esmero, honestidad, trasparencia, tenacidad y dedicación, siempre acompañado de directores capaces y laboriosos.
Entrevista con políticos, con el Presidente Carlos Ibáñez del Campo, con el Presidente Arturo Alessandri Rodríguez, con parlamentarios, funcionarios públicos, etc. Todos estos trabajos en muchas ocasiones atentaron contra sus propios intereses económicos, pero rindieron sus frutos y al constituirse el Puerto Libre. Fue nombrado Director Honorario de la Cámara Central de Comercio de Chile.
En 1958 cerró Casa Gligo manteniendo solo la Estancia María Eugenia. Falleció en 1966 a los 71 años. Sus restos reposan en el mausoleo de la familia en el Cementerio de Punta Arenas.
Llegué hace muchos años, 111 para ser más exactos, fue un día de enero de 1907, recuerdo el calor seco del desierto, el cielo de un azul distinto y el mar entre calmo e impetuoso. Había caras nuevas, olores distintos, sonidos diferentes; todo un universo por descubrir. Ya no me acuerdo del capitán ni del nombre del barco, me invadía la pena y el miedo; y una irresistible nostalgia inundaba mis ojos claros. Sólo me reconfortaba la compañía de mi querido hermano menor Dušan, quien con 13 años compartía conmigo esa histórica travesía.
Al divisar la costa chilena, el final de mi destino, vinieron a mi mente los momentos antes de la partida: conversaciones rápidas y nerviosas de mis padres, pasos apurados sobre la gravilla, suspiros, lágrimas, el dolor de los que quedaban en la patria amada. Por esos años en mi querida Isla de Brač y mi pueblo Supetar recibíamos el llamado de fin del mundo, Sudamérica, la “tierra prometida” decían muchos, donde la abundancia llegaba rápido y el trabajo bien pagado sobraba, cuando había esfuerzo. Amigos, parientes y conocidos nos aguardaban en Chile, con emoción y entusiasmo. Eran los pioneros de la avanzada croata, los que abrieron el camino con mucho esfuerzo, para que el sueño de la emigración se hiciera realidad. Entre ellos estaba mi entrañable hermano Slavomir, quien dos años antes se había embarcado a Chile, con 17 años.
Por esos días, nuestros corazones se inflamaban de esperanza. En la patria querida cundía el desencanto, viñas apestadas, vientos de guerra y la temida pobreza, acechaban la vida de todos. Chile era el futuro, una oportunidad que no se podía dejar escapar. La decisión no era fácil, había duda y riesgo, pero alzaba la vista al horizonte y admiraba a todos los que, como mi hermano, se habían armado de valor y aventura para cruzar el enorme océano y enseñarnos que la vida puede tener muchos derroteros. Cuando el pequeño barco zarpó de Supetar se me secó la garganta y mi corazón parecía que estallaba en mil pedazos. Mi tierra amada se perdía, poco a poco, con sus casas blancas y techos rojos. Abracé fuertemente a Dušan y contuve su llanto de niño. Mis padres, Zanante y Magdalena daban ánimo por fuera, pero se desgarraban por dentro. Dos hijos más se lanzaban hacia lo desconocido, con la esperanza de encontrar un nuevo mundo de prosperidad para nuestra familia.
Ya cuando el mar se hizo inmenso la lejanía me asustó y la soledad se hizo carne en todo mi ser. Mi isla pedregosa era ya sólo un recuerdo. Pero no había que dejar que ganara la melancolía, sólo respirar hondo y mirar hacia adelante. Debía ser fuerte por mi hermano. No puedo mentir, el tiempo de navegación se me hizo eterno. Ansiedad, y dudas fugaces de la decisión tomada. Muchas emociones juntas para mis 23 años, sí 23 tenía cuando tomé ese bendito barco hacia América. Pero el ánimo y entusiasmo de Dušan hacía que todo valiera la pena. Y debo confesarles que en esa travesía hubo también momentos buenos, cuando la serenidad se volvía compañera y los maravillosos cuentos del mundo nuevo abrigaban mi fe por lo que venía. Guardo en mi memoria hermosas tardes de cubierta, calma marina y planes por aquí y por allá.
La llegada no fue fácil, había algo de miedo e inseguridad; otro idioma, caras diferentes, aire seco y húmedo, y esa arena que lo cubría todo. En mi mente me consolaba: serán sólo algunos años y luego regresaré a todo lo mío: la casa de piedra, el huerto, el azul del adriático, las calles de gravilla, mis amigos, las tertulias en la playa, mis amores… Fue difícil, lo admito, hacer la conexión entre las grandes expectativas que tenía y la realidad que nos aguardaba. Aquel mundo que soñaba, esa América codiciada era eso, pero a la vez no lo era. Mucho tiempo después lo entendería. Y yo estaba ahí, retando a mi destino, con mi maleta llena de proyectos y esperanza. Aventurero “austriaco” de tierras dálmatas, así me llamaban. No me molestaba, aunque sí lo de “austriaco”, mi patria siempre fue Croacia. El deseo era sólo uno, prosperar en lo que fuera y regresar a Brač, para ayudar a mis padres y hermanas que quedaron allá.
El tiempo transcurrió rápido como siempre. El trabajo llegó más rápido de lo pensado. La Aduana de Antofagasta me acogió, cuyos dueños eran unos coterráneos, los Lukšić. Fueron ocho años de arduo esfuerzo, en los que sacrifiqué muchas cosas. Nos esmeramos, junto a mis hermanos, en ahorrar lo que se podía. De esos primeros años recuerdo, por las tardes y noches, la compañía de Dušan y Slavomir, las conversaciones sobre cómo iba todo, los proyectos, las dificultades. En nosotros permanecía, a sangre y fuego, el recuerdo de los que dejamos allá en Dalmacia. La añoranza de la madre, la tibieza del hogar y los almuerzos en familia se valoraban más que nunca en la vida. Pero había que ser fuerte, no se podía claudicar, sino todo el esfuerzo sería en vano. Cada día malo antes de dormir me repetía “ya regresaré a mi amada isla, orgulloso y seguro de que lo que hice valió la pena”. Y la verdad es que no fueron pocos esos días difíciles, la adaptación a todo un mundo nuevo nunca fue cosa fácil.
Todo cambió dos años después de mi llegada. Fue en enero de 1909, un amigo me pidió que lo acompañara al puerto, porque llegaba la prometida de unos de sus primos. Venía de Brač, como la mayoría. Lo que pasó después me emociona, cuando vi a Stefanya bajando al muelle, mi corazón se agitó como nunca, supe esa mismo día que ella sería mi mujer. Luego de algunos meses su planificado compromiso se diluyó en la arena y comenzamos nuestra relación en Antofagasta. Ella venía de Pusišća, pueblo vecino a mi Supetar, en Brač. Sus padres Iván e Ivania, vinieron con ella, además de su hermana mayor Armelya, pero pronto tuvieron que volver a Brač. No debe haber sido fácil para ellos dejarlas en el fin del mundo, a sus 20 años. Aunque ya estaba en Chile su hermano Ljubomir y sus tíos, los famosos hermanos Kraljević, que se habían dedicado a la explotación del salitre, desde 1879.
Los acontecimientos, como siempre en la vida, ayudaron a girar el rumbo de las cosas. Ahora, el regreso a la patria se volvió más lejano en los pensamientos. Encontrar el amor y las ganas de formar una familia hicieron lo suyo. Se encendieron nuevas motivaciones y comenzó lentamente el arraigo. La nostalgia dio paso a la esperanza y junto a Stefanya fuimos construyendo futuro en esta tierra lejana. El aire de Antofagasta ya no era tan molesto, aprender el idioma hizo todo más fácil y el desierto comenzó a cautivarnos con su imponente belleza. El 7 de enero de 1911 nos casamos y pronto fueron llegando nuestros queridos hijos: Magdalena, Blago, Dalibor, Ivo y Norma. Ellos fueron llenando de energía nuestras vidas. Sólo de vez en cuando, aparecía mi isla azul y remota en mis recuerdos, aunque ya de manera distinta. Ya sentía cosas por esta tierra, tenía hijos y amigos chilenos. Todo un mundo que ya era parte de mí.
Y la prosperidad fue llegando de a poco, en 1918 tome todos mis ahorros y me fui al pueblo de Calama, localidad infestada de mineros busca fortuna. Después de estudiar bien la situación decidí invertir en el rubro hotelero y compré el Hotel La Bolsa. No fue fácil emprender, pero pronto me di cuenta que debía volver a Antofagasta, donde el negocio sí era más rentable. Vinieron los tiempos buenos, el Hotel Londres y su anexo France e Inglaterra. Junto a Stefanya y mis hijos tuvimos un buen pasar, pero siempre buscaba más desafíos. Así fue como a fines de 1935 agarramos todas nuestras cosas y nos fuimos a Santiago. Ya había comprado el Hotel Splendid, en plena calle Ahumada, el mayor logro de mi carrera hotelera. Aunque después seguí con el Savoy. No me puedo quejar, hice las cosas bien. En esa misma época comenzaron a llegar los nietos, mi querida Gloria, de corta pero angelical vida; Iván, Norma, Sonia y tiempo después Lenka. Los cuarenta pasaron como un tubo, mucha dedicación con los negocios y preparando a los hijos para que asumieran su papel en la sucesión. Aunque con los años esto finalmente no resultó.
La época final de mi vida, los años 50 me encontró ya sin mis hoteles y disfrutando mucho con Stefanya. Pese a los problemas que nunca faltan estaba feliz, tenía mi lado a mi compañera de vida, los hijos seguían sus caminos y de verdad amaba esta tierra chilena que cambió por completo mi existencia. La enfermedad se llevó mi vida un día de 1955 y esa misma noche una parte de mi alma viajó hacia Supetar, para reposar sobre esa amada isla de piedra y viento. Habían pasado 48 años desde el día en que subí a ese barco del que no recuerdo el nombre. La otra parte de mi alma se quedó en Chile, donde parte de mi sangre croata se desparramó sobre mis descendientes.
De El Mercurio de Antofagasta, por Jaime Alvarado G. Que nuestro mar ha sido escenario de episodios variados es cierto. Combates, cañoneos, naufragios, incendios, accidentes y tragedias sin fin, conforman la lista de estos acontecimientos marítimos. Incluso hay registros de numerosos actos de pirataje con el caso de yate “Peggy”, de propiedad del gringo Sharpe, ejecutivo de la Ford con oficinas en el edificio Gibbs. La embarcación – de lujo para la época – tenía 14 m. de eslora y aparejo de balandro, mástil para cangreja y foque, con un motor de combustion interna. Su propietario gustaba de navegar por la bahía, acompañado de sus cercanos, todos extranjeros. Permanecía fondeada en la poza del puerto artificial, a mediados de septiembre de 1932.
En esa fecha, cuatro ciudadanos extranjeros la abordaron suprepticiamente y, mientras Chile entero celebraba distraidamente las Fiestas Patrias, largaron amarras y zarparon con rumbo desconocido. Muchas fueron las conjeturas sobre el destino de la embarcación pero, se daba por hecho, que debería recalar en algún puerto, para hacer rancho de víveres, agua y combustible.
El martes 4 de octubre, la embarcación fue avistada en la Caleta Chorrillos, unas millas al sur de El Callao. Las autoridades salieron en su búsqueda pero la “Peggy” escapó hasta que una lancha patrullera cortó sus aguas, la detuvo y la remolcó hasta El Callao, donde quedó retenida.
Los "piratas", dos yugoslavos y dos alemanes, Santiago Medanić Lukin, Roko Cvitanović Rokacija y los germanos Armin Roemmer Weiss y Josip Breich, fueron capturados por la autoridad maritima peruana y sometidos a juicio “por flagrante delito de piratería”. La nave quedó amarrada a las bitas del puerto peruano, en tanto se realizaban las gestiones para traerla a puerto chileno.
El gringo Sharpe, junto a un grupo de amigos, viajó hasta Perú a bordo de un vapor de PSNC, con el objeto de repatriar su costosa embarcación. Aquellos piratas – precursores de Johnny Deep – zarparon el bergantín del olvido.
Artículo escrito por Homero Ávila Silva, premio nacional de periodismo, en el 70° aniversario del club.
Decir Sokol es decir Tomičić. El equipo nació con los hermanos Pablo y Jacinto, de grato y hondo recuerdo por sus cualidades deportivas y sociales.
Sokol sin un Tomičić?
Y apareció José "Pepe" Tomičić K., hijo de don Roque. Ya tenía el club a uno de su dinastía.
Y luego vino Nicolás "Ronco" Tomičić K., hermano de José y uno de los más brillantes defensores que haya tenido el club en sus 70 años de vida. Y no solo en básquetbol, porque fue un atleta destacado en saltos largo y alto, siendo en este último campeón zonal.
Después se sumó Pedro "Pericote", hermano de los dos anteriores y, nuevamente, dos Tomičić integraban el equipo cestero. El "Ronco" comenzó en 1939 (Campeón de Chile en Temuco), y lo dejó en 1954.
Siguió Pedro, al que se unieron sucesivamente Boris y Uroš, sus hermanos. También estuvieron otros primos José Tomičić K., "Peineta", e Ivo Beović Tomičić, quienes, a seguir estudios, se fueron a Santiago. Ivo fue seleccionado chileno de baloncesto.
Cuando se iban Uroš y Boris, este último, gran atleta, seleccionado chileno e internacional, entró otro primo: Jorge Tomičić K. Luego aparece en el primer equipo Vinko Mušić Tomičić, hijo de Andrés y Gloria (prima hermana de todos los anteriores). Andrés fue presidente del Sokol en dos periodos. Vinko después fue vicepresidente del club y, al fallecimiento de su padre, asume la presidencia hasta el día de hoy.
En una fecha tan especial para Sokol, hemos querido hacer este breve recuento porque, además de significar un fervor deportivo de alto valor, es un hecho difícil de encontrar. Setenta años de un club, en que siempre ha estado, en primer plano, la familia Tomičić, con la calidad de sus hijos y de sus destrezas deportivas, además de sus cualidades morales.
Decir Sokol es decir Tomičić.
Por Jaime Alvarado G.
Hablando de cuartillas, resmas, chibaletes y otros asuntos propios de las imprentas, me vino a la memoria el recordado “cuartillo”, mínima medida en que se expendían nuestros mostos en bodegas y clandestinos del ayer.
Recordé ese pequeño jarrito, blanco enlozado, con un reborde para vaciar sin derramar y con un número azul que indicaba la medida. Un cuarto litro de vino, cuando se vendía en un vaso, era conocido como “una caña”. Y cuando la sed era mucha, se le apodaba “un cañón”. Una “caña” no solo calmaba la sed: terminaba también con ese temblor que delata a los alcohólicos.
Eran los tiempos de ese Chile respetuoso, en que el dueño del clandestino era tratado hasta con unción por los “curaditos”, los “clotos” o “borrachines”. Tenían voluntad para ganarse “un cuartillo”: barrían la calle, hacían las compras o encargos del dueño del boliche, que los premiaba con un “matapenquero”, de dudosa calidad.
Temerosos de “La Comisión Civil”, los clandestinos abrían la puerta sigilosos, mirando primero por una rendija, para verificar quien pedía entrar. Comprobada la identidad del o los sedientos, se entornaban los postigos para permitir el ingreso. Frotándose las manos, el sediento hacía “la pedida”, que era siempre la misma: Un cuartillo… ¡Tinto!.
En mi infancia conocí un par de esos clandestinos. En calle Porras, a Cayetano Ljubetić. Borrado de viruelas, inmerso en un mundillo de chuicos, tinas, toneles, pipas, damajuanas y garrafas. En Chuquisaca, a Mateo Domić, fumador de cigarrillos “Camel”, sentado “al revés” en una silla de Viena. Ambos, con un séquito de “caseros” que merodeaban “para juntar sed”. Muy de mañana, Cayetano atendía a aquellos habitúes que llegaban con un pronunciado “temblor” del cuerpo. ¡Con el primer “cuartillo” les volvía la calma! ¡Hasta eran capaces de sonreír!
Tengo en mis manos un jarrito de “un cuartillo”. Escanciaré un mosto de “medio pelo” y brindaré para calmar esta sed de recuerdos que me abrasa…
¡Salud!
Cuando manifestó a sus padres sus deseos de ingresar a la fuerza aérea, recibió de ellos un rotunda no, ya que por ningún motivo deseaban un porvenir tan peligroso. Como en aquellos tiempos los hijos respetaban Ia voluntad paterna, debió resignarse e ingreso al Instituto Superior de Comercio de su natal Antofagasta, egresando al cabo de unos 5 años con el titulo de contador, profesión que, con el correr de los años haría de él un exitoso empresario. No obstante, en su corazón seguía anidándose el íntimo deseo de ser aviador.
Por eso cuando, en 1941, se enteró que el entonces capitán de bandada Alfonso Scheihing Ritter, jefe del aeropuerto de Cerro Moreno llamaba por la prensa a los interesados en fundar el club aéreo de aquella nortina ciudad, fue de los primeros en inscribirse y en ser aceptado. Árduo trabajo les costaba trasladar desde el viejo aeródromo de Portezuelo a La Chimba, el hangar que en la época del correo aéreo utilizara en ese campo aéreo la Línea Aérea Nacional y que les fuera donado por encontrarse fuera de uso. Al realizarse ese mismo año la campaña Alas para Chile, Cvitanić fue uno de sus más entusiastas impulsores y a la postre, como resultado de ella, el naciente club recibió dos Aeronca L-3B (uno de los cuales resultó destruido en su viaje a Antofagasta) y cuatro aviones Fairchild, uno modelo M-62B y tres PT-19. Su instructor fue el teniente Rogelio González Mejía, quien con paciencia infinita lo fue adentrando en el maravilloso mundo de la aviación. Que impresionante le parecía ver en lo alto, desde la cabina abierta del Fairchild, la inmensidad de la pampa y del océano.
Etapa tras etapa las fue superando y su alegría no tuvo límites cuando, tras rendir un brillante examen, recibió de manos de la comisión examinadora de la Dirección de Aeronáutica su brevet de piloto aviador de turismo. Los horizontes se le abrían y sin descuidar sus actividades comerciales, la aviación le señalaba otras metas. A raíz de Alas para Chile, la Fuerza Aérea de Chile había decidido dar un renovado impulso a su reserva aérea, organizando cursos para formar oficiales de reserva en diversas bases a lo largo del país. Postuló y fue llamado a reconocer cuartel en la Escuela de Aviación, en la Base Aérea El Bosque en Santiago, obteniendo del mismo su nombramiento de alférez de reserva en Ia rama del aire.
Aunque por otro camino, su vieja aspiración de ingresar a la FACh se iba cumpliendo. No pasó mucho tiempo, cuando fue llamado al servicio activo en el Grupo de Aviación I en la Base Aérea Los Cóndores de Iquique, unidad en la cual efectuó el curso de tiro y bombardeo, recibiendo con no disimulada satisfacción su título de piloto de guerra. Para el había Ilegado el momento de devolver a la aviación nacional, al menos en parte, lo mucho que de ella había recibido. Se presentó a examen ante la Dirección de Aeronáutica, obteniendo primero su habilitación de ayudante de instructor de vuelo y luego la de instructor, dando comienzo a una larga y dilatada labor en su entidad madre, el Club Aéreo de Antofagasta.
En forma paralela, por años ocupó cargos en el directorio y en varias ocasiones la presidencia del mismo.
Considerando que no todo había de ser volar por el placer de volar, junto a otros pilotos del club, se abocó a la tarea de habilitar aeródromos al interior de la pampa, especialmente en las cercanías de las oficinas salitreras. Ello les permitió poder trasladar oportunamente hacia la capital de la provincia a personas enfermas o accidentadas, en una época en que los caminos hacia el interior eran precarios o llevar hasta allá la ayuda que tanto les era necesaria. Labor, de la aviación deportiva nacional, hoy en día ya olvidada e ignorada por muchos, que desconocen cuantos sacrificios en vidas y materiales ello cuesta.
Sucedió por entonces que visitó nuestro país, en son de hermandad, una formación de aviones ecuatorianos, uno de los cuales, desgraciadamente, se accidentó en territorio nacional. Queriendo que tuvieran un feliz regreso a su patria, el Director de Aeronáutica, el general Gregorio Bisquertt Rubio, lo llamó y le solicito que, en un avión del club antofagastino, acompañara a los raidistas hasta Guayaquil. Junto a su alumno Mario Reyes, en un Fairchild del Club Aéreo de Antofagasta, hacienda varias escalas finalmente llegaron sin novedad a Guayaquil, ciudad donde los esperaba nada menos que el presidente del Ecuador, Dr. José Maria Velasco lbarra, quien lo paseó en auto abierto por las calles de Guayaquil, siendo ambos aviadores chilenos nombrados ciudadanos ilustres de la misma. Antes de retornar a Chile, se le ofreció el cargo de instructor de la aviación civil ecuatoriana, honor que a pesar de las ventajosas condiciones económicas que conllevaba, declinó por cuanto estimó que primero se debía a su patria.
De regreso, al pasar por territorio peruano, la aviación de aquella nación hermana lo trató con singular cordialidad, pagando todos los gastos en que incurría y brindándole cálidas muestras de aprecio. Tiempo después, por razones de trabajo, se radicó en Bolivia, donde también hizo instrucción de vuelo y adquirió para su uso personal un avión de instrucción Vultee BT-13, de los mismos que aprendiera a volar en nuestra fuerza aérea. Al momento de volver al país, al igual que sucediera en Ecuador, se le ofreció quedarse en esa nación como instructor de vuelo, lo que tampoco aceptó. Sin embargo, nada de ello lo alejó, de la FACh y, realizando los cursos respectivos, se mantuvo estrechamente ligado a ella, hasta alcanzar el grado máximo, de comandante de grupo de reserva en la rama de aire. Se decía que Ia Base Aérea de Cerro Moreno había hecho su segundo hogar.
Pero no en vano pasaban los días y en 1983, con casi 11.000 horas de vuelo y habiendo formado solo en Antofagasta 47 alumnos, por razones de salud y de prudencia, consideró Ilegado el momento de bajarse de los aviones.
De los aviones, pero no alejarse de la aviación. Periodista y hombre de radio, tuvo su propia emisora y por años fue columnista semanal de El Mercurio de Antofagasta, realizando por medio de sus páginas numerosas campañas de bien público. Una de las últimas, en defensa del aeródromo La Chimba, cuyo cierre no pudo impedir, permitiendo que sus terrenos fueran ocupados en proyectos inmobiliarios. "Una lástima", decía. "Habiendo tantos otros terrenos, se priva a Antofagasta de contar con un aeródromo de alternativa para la aviación civil ante un cierre imprevisto de Cerro Moreno..."
Hombre multifacético, participó en muchas otras actividades, desempeñando también en ellas labores directivas como lo fueran de presidente del Rotary Club, presidente de Ia sede zonal del Instituto Nacional O’Higginiano, Alguacil de Carabineros, Brigadier Mayor de la Escuadrilla "Águilas Blancas" de Antofagasta y muchas otras que, por modestia, prefería no mencionar.
Hijo lustre de Antofagasta, recibió innumerables distinciones, entre otras, el nombramiento de Miembro Honorario del Círculo de Coroneles de Aviación, el premio "Clodomiro Figueroa Ponce" que le otorgara Ia Federación Aérea de Chile y la condecoración "Cruz al Mérito Aeronáutico", que en su pecho prendiera la Fuerza Aérea de Chile.
Uno de sus mayores orgullos era que hasta cumplir cien años, mantuvo vigente su licencia de conducir. Hombre de una claridad mental envidiable, hablar con él era recorrer las páginas de Ia historia de Antofagasta por alguien que las había vivido. Oportunidades, en que no pocas veces su vista se nublaba, al recordar a tantos camaradas aviadores que habían partido al mas allá y con quienes compartiera en los cielos de la patria.
Don Juan, cercano a los 104 años de edad, falleció. Fue en pleno sueño, suavemente, para no despertar a su familia y seguramente para decirle que había Ilegado el momento de emprender vuelo, ahora hacia la eternidad.
Estando en Croacia, Sutivan, el 18 de septiembre de 2016, en una tienda de souvenirs, con vinos y aceites de oliva, me atendió una linda jovencita a la que pregunté si era la dueña a lo que llamó a un señor bien amable quien me preguntó mi nombre y procedencia. Al hacerlo se rió me dijo "yo soy Ivo Ljubetić y por lo que podríamos ser parientes".
Enseguida nos pusimoa hablar de posibles ancestros en común preguntándole yo si tenía algún libro con ún árbol familiar, el que no logró encontrar por lo que el parentezco quedó inconcluso. Al preguntarle por el aceite de oliva me pidió que lo acompañara a la parte trasera de la tienda, donde tenía toneles de distintos aceites. Le comenté que a mi abuelo, Drago Ljubetić, le podría gustar el más fuerte, por lo que me dio a probar el que consideraba el más apropiado de su stock que encontré perfecto para mi abuelo. Luego de esto, don Ivo, buscó una bonita botella de cerámica especial que llenó con ese aceite y luego selló, diciéndome: "toma un regalo de parte mía para tu abuelo”.
El año 2017 pude ir de nuevo a Croacia, esta vez con mi polola. Visitamos a don Ivo y le llevamos algunas poleras de Chile de regalo. Nos orientó de todo lo que podíamos hacer, nos invitó un café y nos dijo que si necesitábamos bicicletas pasásemos a su puesto de turismo aventura donde podíamos arrendarlas. Con sorpresa cuando fuimos, don Ivo había dejado encargado que podíamos arrendar lo que quisiéramos sin costo alguno.
Fue un agrado que una persona completamente para nosotros desconocida, con la que sólo compartimos un apellido, fuera tan espontáneamente bondadosa y simpática. Sin duda esperamos ir con más tiempo para poder ver y compartir nuevamente con don Ivo, una persona espectacular. VIVA CROACIA.
Mi abuelo Ante Mikačić Svojnac, nació en el Pueblo de Postira en la Isla de Brač, un 18 de Octubre de 1898, hijo menor de Mate Mikačić Jelinčić (1851) y Mandirni (Magdalena) Svojnac Santić (1859), familia numerosa, formada por sus hermanos Antica (1887), Matij (1889), Jure (1889), Tomica (1892) y Simun (1894).
La idea de buscar mejores horizontes y abandonar la dura y rocosa isla, de los olivos, vides y los esforzados asnos, fue creciendo en la mente de mi bisabuelo Mate, causada por el temor de la dominación de su Dalmacija por parte del Imperio Austro Húngaro, regida por el Káiser Franz Joseph I, que años antes se había paseado por el Jadransko More en su yate "Miramar", junto a la mítica Princesa Sissi, Elizabeth de Austria. Se sumó a estas preocupaciones, el temor de ser llamados a realizar el servicio militar en este ejército extranjero e invasor de su tierra natal, la pobreza de su vida en Postira y la plaga de la Filoxera que asoló las vides de la Isla, golpeando a las familias obreras que dependían de ello.
Un día después del nacimiento de mi abuelo Antonio en Postira, mi bisabuelo deja el puerto de Supetar, cruzando en un vapor el Brački Kanal rumbo a Split, acompañado de su hijo Jure, aventurándose hacia esa América mítica y lejana... para siempre. En un Parobrod (Vapor a carbón) de la Compañía Braća Rismondo, en cubierta y recibiendo la brisa fresca del viento Bura, que ya comienza a sentirse en el Adriático a comienzos del otoño europeo, mi bisabuelo se aleja de su tierra, para iniciar una nueva en la Patagonia Chilena.
El puerto de Génova, un 8 de noviembre de 1898, vio a un padre con su hijo mirar nostálgicamente la tierra que se alejaba, ambos con la vista perdida en el horizonte, como tratando de ver a su Mandirni, que quedaba sola, con los otros cinco niños sobre sus hombros en la Isla croata. El vapor "Bethania" de la Línea V Hamburgo, Genova, Barcelona, Cádiz, Chile, Perú, llevaba su carga de inmigrantes que iban a hacerse la "América". No sé cómo sobrevivió mi esforzada bisabuela, entre los años 1898 y 1903. Supongo debe haber trabajado mucho para mantener a cinco hijos. con escasez de alimentos, creciendo en la casa de piedra, junto al mar, en la calle Zastivonje número 3.
Las olas y el Bura soplando afuera deben haber parecido muy amenazantes sin Mate a su lado. Debe haber sido una gran mujer, silenciosa y luchadora por su familia. Cuando el "Bethania" entró en el Estrecho de Magallanes, después de 2 meses de navegación y hacinamiento en los camarotes de tercera clase, el viento gélido del oeste debe haber quemado la cara de mi bisabuelo y su hijo. Punta Arenas, la colonia penal y naciente poblado del fin del mundo, les debe haber dado una helada bienvenida.
No sé en qué trabajó mi bisabuelo pero cuando obtuvo su primera cédula de identidad en 1922, en ella figura como profesión "Jornalero". No me imagino cómo se habrán comunicado con su esposa y madre, en ese tiempo. Por carta supongo, porque no existían los medios de comunicación actuales, el telégrafo estaba recién en pañales. Lo mismo, cómo le habrán enviado dinero. ¿Libras esterlinas?
Finalmente, el gran día llegó, un 3 de diciembre de 1903, mi bisabuela Mandirni (Magdalena), con sus cinco hijos, entre ellos mi abuelo Ante, de tan solo 4 años, dejan Postira, y se embarcan en Supetar, tras los pasos de mi bisabuelo Mate. El Puerto de Trst (Trieste) los vio alejarse para siempre desde su invadida Hrvatska. Sin saber que pocos años después el Gran Imperio caería, para que su tierra se transformara en el Reino de los serbios, croatas y eslovenos.
La vida de la familia en Punta Arenas fue modesta y esforzada pero, al frio externo, se opuso el calor del amor de la familia que se vivió al interior de la casa. Mis bisabuelos eran analfabetos, por lo cual quisieron poder darles una buena educación a sus hijos. Mi abuelo Antonio, realizó sus estudios en la Escuela Salesiana Don Bosco y posteriormente en el Liceo de Hombres de Punta Arenas.
Junto a su hermano Šimun (Simón) se aventuraron a trabajar como peones en estancias de la Patagonia Argentina, entre los años 1922 a 1923, en las cercanías del lago Cardiel y Strobel. Mi abuelo fue aprendiz de carpintero en sus inicios, luego tuvo su carpintería propia. Sus inquietudes deportivas lo llevan a integrar el grupo gimnástico de la "Sokolana" y el de la rama de ciclismo, participando en eventos internacionales realizados en Río Gallegos, Argentina, donde obtiene el trofeo de la competencia de los 20.000 metros.
Su vocación de servicio lo impulsan a ingresar, en 1921, a la Cruz Roja Chilena de Punta Arenas, tiempos aquellos de cabalgaduras y arreos, esfuerzo y sacrificio.
En el año 1922, se incorpora a la Cuarta Compañía de Bomberos, por entonces de denominada "Bomba Dalmacia", cumpliendo un total de 69 años de servicio en 1991, el año de su muerte. En la Cuarta Compañía de Bomberos "Hrvatsko Dobrovoljno Vatrogasno Društvo Broj Četiri", desempeñó los cargos de Teniente, Capitán, Director, recibiendo todos los premios que otorga el cuerpo de bomberos y, finalmente, es designado Director Honorario de la Institución.
En 1929 contrae matrimonio con mi abuela, Elena Dasenčić Harašić y, producto de esa unión, nacen tres hijas, Krasna, Divna y Neda, mi madre. En 1949 es distinguido por la Municipalidad de Punta Arenas con la medalla municipal, y el año 1959 el Supremo Gobierno de Chile le confiere la Medalla al Mérito "Bernardo O´Higgins" a los extranjeros destacados. En el año 1987 es nombrado Socio Honorario del Club Yugoslavo de Punta Arenas, en mérito a su dilatada colaboración con la Institución, recibiendo el Diploma el 5 de Diciembre de 1987 en el Teatro Municipal.
Siempre admiré la vida esforzada de mi abuelo que, a pesar de no haber tenido una profesión, se esforzó por entregar a su familia una buena educación y un ejemplo de trabajo, esfuerzo y dedicación. Yo fui su primer nieto varón y en mi vio cumplirse varios de sus sueños que, por haber tenido solo hijas mujeres, no había podido desarrollar. Cuando me quedaba a dormir en su casa y se daba las buenas noches, luego de repetir una oración sencilla en croata, me preguntaba: “¿y, mañana qué?”, a lo que yo debía contestar: “A trabajar”.
En su juventud, fue carpintero, hasta que llegó a tener su propia carpintería. Posteriormente se dedicó a cultivar lechugas, tomates y vegetales en invernaderos, productos que entregaba al supermercado "COFRIMA" y otros de la época.Finalmente, en los años 1970 al 91 se dedicó a la avicultura, convirtiendo los invernaderos en criaderos de pollos.
Cuando estuve en su natal Postira, en 2014, pude sentirme envuelto en esa especial atmósfera, por ese recibimiento cariñoso de los parientes que se quedaron, por esos sabores de las comidas preparadas con cariño, por esas olas cristalinas, que aun golpean suavemente las paredes de la casa de Piedra de Zastivonje 3, por ese Bura que aúlla desde las montañas que rodean Split, por esa Iglesia que aun llama a los feligreses desde los tiempos de mi abuelo, por esa forma especial de vida, sin grandes aspiraciones, por los productos cosechados en la quinta propia, por el aceite de oliva, por el vino fabricado por el tío Pero Mikačić, en el sótano de su casa. Caminando por sus calles empedradas, me encontré de nuevo con mi abuelo, el que se quedó para siempre en mi corazón.
Extractado de su libro Halcones en mi alma".
Escuché por el altoparlante que en media hora estaríamos listos para el aterrizaje, miré a través del doble vidrio de la ventanita del avión, ubicada a mí costado derecho y las nubes se disiparon rápida y vertiginosamente para mostrarme la más hermosa obra de arte jamás pintada. La mágica combinación de colores que exhibió ese día la naturaleza, para causarme una grata impresión, logró con creces su objetivo, la descripción que escuché tantas veces en mi vida, era real. Los techos rojos de las casas adornando el verde paisaje me dieron la bienvenida a uno de los lugares más hermosos de esta tierra, la tierra de mi padre. Sabía que aunque lo hubiera intentado no habría logrado hablar.
Los pensamientos se enredaban, se estrellaban agitados, se confundían entre el pasado y el presente. Cualquier intento por pronunciar alguna palabra no hubiese sido más que un balbuceo poco entendible. Mi mente estaba funcionando impulsada por los latidos de mi corazón, que se percibían tan apresurados que era capaz de escucharlos. Tanto pensé en ese maravilloso momento, tanto lo había anhelado, que no existían palabras que permitieran describir la magia que envolvía el entorno. Ya no era necesario tratar de recordar lo prometido a mi padre, tenía demasiado claro a lo que había ido. Me tomé imaginariamente de su mano acogedora, segura, tibia y protectora, para bajar con ansias retenidas la escalinata del avión. No debía llorar, no quería defraudarlo, no quería estropear la magia que estaba viviendo en ese instante tomada de su mano. Quería que me guiara una vez más en uno de los momentos más importantes de mi vida: “Papito, llegamos, el avión ya tocó la losa del suelo croata. Gracias por traernos a mis hermanas y a mí a este lugar, a este punto tan definido del planeta, a su casa, a su gente, a nuestras raíces, a mirar con los ojos lo que juntos mirábamos con la mente durante tanto tiempo. Guíeme día a día, déjeme caminar sobre sus pies como cuando era pequeña y yo bailaba subida en sus zapatos, ponga las palabras necesarias en mi boca para decir y representar lo que usted quiera, úseme de instrumento para cerrar finalmente este doloroso círculo que dejó abierto con su partida, no se mueva de mi lado para que toda esta pena arrastrada por tantas décadas comience a transformarse en alegría, para que sea el inicio de una etapa de amor y de encuentro con la familia y con la tierra”. Me di cuenta que no cumplí lo prometido ya que una lágrima se escapó sobre mis mejillas en contra de mi voluntad y la siguieron presurosas varias otras que no logré retener.
Traté de disimular el dolor que oprimía mi pecho para no explotar en un llanto incontenible en el momento en que debía presentarme en Policía Internacional. Me solicitaron de una oficina para contestar un interrogatorio que me pareció interminable con una mujer poco amistosa con los turistas. Su cara agria, su desconfianza y sus preguntas absurdas respecto de nuestra estadía en Yugoslavia, me hicieron sentir poco bienvenida. Contesté todo su interrogatorio hasta el momento en que se puso de pie para retirarse sin despedirse. Por suerte no volví a verla. Luego de aquello, debí enseñar por segunda vez la documentación a otro funcionario del aeropuerto, quien volvió a formularme muchas de las preguntas que ya había contestado a la mujer hacía treinta minutos. Estaba ocupada en ese tedioso trámite, mientras mis hermanas Ljubica y Catalina esperaban el equipaje, cuando repentinamente se abrió una enorme puerta blanca para dejar frente de mí a casi toda mi familia.
El hombre que me hacía las preguntas en ese instante, se dio cuenta de la situación que ocurría, seguramente lo intuyó porque había dejado de prestarle atención, entonces me dijo que todo estaba conforme y que me podía retirar. Grité desde lejos el nombre de uno de ellos: “¡¡¡Josooo!!!”. Con la mirada quería abarcarlos a todos, pero no me eran suficientes dos ojos, corrí hacia ellos sintiendo que no era lo bastante rápida y que cada segundo se hacía eterno.
Era ese el momento que había esperado toda mi vida, había llegado el instante de abrazarlos uno por uno, comenzando por mi tía Anica, si es que podía. Estaban todos dispuestos ordenadamente, quería empezar a saludar de izquierda a derecha ya que veía a mi tía en tercer lugar, de ese modo podría llegar a ella más rápido y quedarme detenida ahí, apretándola muy fuerte. ¿Nos llamaría“tetkina djeca” (niñas de su tía) como nos decía en cada una de las cartas que le enviaba a mi papá?.
Todo lo que soñé mil veces que haría al mirarla por primera vez a los ojos se me había olvidado, entonces comencé a avanzar hacia ellos con mis temblorosas piernas y los dejé tomar la iniciativa. Al encontrarme a unos cincuenta centímetros, vi que absolutamente todos mis primos estaban llorando, sólo mi tía Anica perma¬necía erguida cual soldado en posición firme con la vista fija en mí. Ella nunca salía de su pueblo en Lika y había ido excepcionalmente a Zagreb en esa oportunidad a recibir las semillas de su amado hermano. La miré detenidamente a los ojos y percibí que una lágrima estaba forcejeando entre sus pestañas a punto de deslizarse por sus mejillas, porque frunció el ceño con mucha amargura para evitar que eso ocurriera. Me tomó silenciosamente la cara entre sus manos, me palpó con cuidado y sin apuro la frente y la nariz, me observó casi sin pestañar, acto seguido llegaron con las maletas Catalina y Ljubica e hizo lo mismo con ellas, luego moviendo su cabeza nos dijo: “Tetkina djeca” (las niñas de su tía); por un segundo regresé a mis recuerdos, a sus cartas, a la perenne ilusión de mi padre por volver a verla. Nos abrazó y olvidó su autocontrol soltando un llanto desesperado. Se preguntaba mil veces: “¿Zašto Bože moj, zašto? (¿Porqué Dios mío, porqué?). El resto de la familia se disputaba el turno para saludarnos, entre ellos Pero Vukelić, de quien no teníamos referencias anteriores ya que era primo hermano de nuestros primos, pero sabía mucho más de nosotros que nosotros de él. Si en algún momento nos habíamos preocupado del maquillaje de nuestra cara para el primer encuentro, de eso ya no había nada, ya no sabía si las lágrimas que cubrían mi rostro eran mías, de mis hermanas o de mis primos, daba igual, llorábamos por el mismo motivo y yo enjugaba las lágrimas de ellos y ellos las mías.
Era una avalancha de cariño, las preguntas no las alcanzaba a contestar cuando venían más y más preguntas. Todos hablaban al mismo tiempo. Me percaté que éramos un espectáculo para el resto de las personas que transitaban por el aeropuerto. Si bien no se encontraba mi padre físicamente entre nosotros, se sentía en el ambiente su presencia, junto a toda la familia, su nombre era pronunciado a cada instante. Qué maravilloso hubiese sido observar su rostro al reunirse con sus hermanas y mirarlas a la cara por primera vez después de más de cuatro décadas de ausencia. Confirmé que si estaba viviendo un momento de esas características era porque él había sembrado mucho amor, porque nunca perdió la capacidad de soñar, y ese sueño que mantuvo cautivo e in¬tacto durante toda su vida se veía coronado por una mágica realidad.
En mi último viaje a Croacia, hace poco más de un mes decidimos, con mi señora María Inés, viajar desde Zagreb a Split en tren, ya que nunca antes lo habíamos hecho en este medio, el que sale temprano de Zagreb para llegar tipo mediodía a Split.
El tren consistía en dos vagones modernos, uno para 36 pasajeros y el segundo, de mayor capacidad, cuyos asientos no conté. En el trayecto el paisaje es entretenido porque recorre el interior, muy verde, bastante boscoso y harta bruma, tiene servicio de bebidas y alimentos para los viajeros, pero se detiene en varias partes, al parecer sin sin razón alguna, lo que hace que el viaje sea muy lento.
Pero lo notable de este viaje es que en nuestro vagón viajábamos 5 personas y en el vagón posterior, 6, un total 11 personas para un tren que estimo de unos 100 asientos en total, obviamente por el alto valor del pasaje.
Resulta inexplicable que este tren carezca absolutamente de publicidad para tantos turistas que viajan del centro de Europa a Zagreb para de allí conocer la costa dálmata que, con una rebaja en el valor del pasaje, podría tener una mucho mayor utilización que cubriría, seguramente, el enorme gasto que significa mantener un transporte como éste.
Los que realmente queremos al país de nuestros ancestros tenemos la obligación de manifestar no sólo lo bueno sino también sus deficiencias.
"De día sacábamos sal, se limpiaba la sal, que no tenga piedrecillas y cargábamos una carreta tirada por un mulo. Era, más o menos, como dos kilómetros de abajo hasta la línea (ferrocarril). Yo con mi compañero teníamos que cargar dieciseis sacos en cada carreta y cada saco pesaba término medio ciento veinte kilos, ocho él y ocho yo, era por parejo.
Después llevar el macho (mulo) con la carreta, los dos tirábamos hasta llegar cerca de la línea. Para subir hasta ella teníamos que colocar un tablón y subir por él hasta la línea los ocho sacos cada uno. Cuando tocaba de madera era muy pesado, de fierro era más liviano. Cada carro (vagón) hacía cuatrocientos sacos.
Trabajé así como dos meses y, tanto de noche iba yo con otros más a llevar los sacos, hasta la amanecida, llenábamos ciento veinte sacos y la sal comía los zapatos. Así que lo que teníamos que hacer era usar la alpargata y después envolverla en el saco, cortar el pedazo de saco y volverla a amarrar porque traspiraba, la misma sal y humedad, entonces le comía, le partía los zapatos. Fue una vida dura, yo después me acostumbré”.
En visita a mi hija, radicada en la isla de Korčula, tuve la oportunidad y el ánimo de participar en la II versión de carreras de burritos (tovarijada), que se realiza en el balneario de Prizba de la isla, representando a los descendientes de croatas de Chile y a nuestro círculo (CPEAC).
En el evento participaron 39 competidores, en 5 categorías según la edad, veraneantes de diversas partes de Croacia y 6 extranjeros de Polonia, Bélgica, República Checa, Bosnia-Herzegobina, Italia y Chile, resultando yo tercero entre 7 participantes en la categoría mayores edad.
En las noticias regionales, se destacó mi participación, por provenir de un país tan lejano de Croacia, como lo es Chile. Viví momentos de mucha emoción y también alegría que quise compartirlos en Chile de regreso de mi viaje.
El barco no llegó al espigón por lo que nos trasladaron en un bote a motor hasta éste. Incluyéndome, éramos cuatro jóvenes y un caballero más de edad que tenía un cuñado que trabajaba en Punta Negra y veníamos todos terniados con maleta hasta el muelle. Llegamos como a las 8 de la noche, entonces dijo: "mire cuñado allá tenemos que ir bien presentarse, porque hay un gerente en un hotel muy grande”,- bien- ,le dijimos.
Entonces nos embarcamos en dos autos. Cuando llegamos allá nos empezamos a enterrar los zapatos en la arena y llegamos a una bodega, como de aquí a la esquina, y ahí estaban yugoeslavos, peruanos, chilenos distintas clases. Cómo vivía esa gente, usted no tiene idea, un catre de palo y un saco doblado, tapado con la frazada y habían otros con sacos de papas. Cuando vimos nosotros el “hotel”, era una barraca donde están los tanques de petróleo, más pa’llá. Entonces me tocó a mi con un paisano en un catre de una plaza (yo tenía 17 años), y tenía que estar de lado para no molestarlo y las pulgas me comían más, así que al día a levantarse todo comido de pulgas, a bañarse, agua había al lote, no habían baños”.
Por el año 1986, en esa época Yugoslavia, recorrí la península de Pelješac, donde nació mi padre, encontrándome con su hermano menor, Jozo, sus dos hijos Ivo y Nada y Franica hija de su hermano mayor, Niko. En Janjina, pueblo donde había nacido mi padre, me mostraron su casa y pude recorrer sus pueblos vecinos como Drače, Sreser, Pijavičino, Kuna, Orebič, llegando hasta la Isla de Korčula.
Mi tour siguió por la isla de Brač, deteniéndome en Postira y Pućišća, pueblos de donde eran oriundos mis nonos maternos Gero y Francisca, respectivamente. En Pućišća quise averiguar datos familiares de la nona, no encontrando parientes hasta que apareció un Sr. Martinić, más menos en esos tiempos de mi edad, con el cual trabé una gran amistad hasta que, casi al final de mi visita, nos dimos cuenta que en realidad no éramos parientes, lo cual en ningún caso mermó nuestro mutuo aprecio. Una de las cosas que hice en Pućišća fue buscar el certificado de bautismo de la nona Francisca el que, luego de mucho hurgar, por fin ubiqué. Estaba escrito en latín, como se acostumbraba en esos tiempos y lo que descubrí fue que la nona, que creíamos había fallecido a los 63 años, (por no tener documentos de ella en Chile), en realidad nos dejó a los 67.
En esa búsqueda tuve la ayuda del párroco del pueblo, "Don" Ivo Mihovilović de quien me hice amigo. Y una de las cosas que recuerdo de él, como algo muy simpático, es que, dirigiéndose a mí en croata, idioma del cual tengo algún conocimiento, sobre todo por el lado de mi padre, quien hablaba algo distinto a como se habla en la isla de Brač, cuando entraba alguna Sra. a donde estábamos, cambiaba rápidamente su dicción y lo hacía "po Bračku".
También me recuerdo que "Don" Ivo, estaba muy afectado porque, justamente unos días antes de nuestra junta, alguien había robado de la iglesia una antigua y muy valiosa pintura. Bastante tiempo después, puesto que nos manteníamos en contacto por carta, enviándome él periódicamente, un ejemplar de la publicación "Bračka Cerkva", me enteré con alegría que la pintura robada había sido recuperada en Alemania.
Otra cosas de las que me acuerdo de Pučisća es que, una madrugada, tipo 4 AM, en que volvía de una reunión con la familia de mi amigo Martinić, dirigiéndome hacia la "pansion" en que alojaba, pasé delante de la panadería del pueblo. Allí me detuve un momento porque justo estaban cargando un camioncito con canastos de pan, seguramente, para repartirlo. Al verme unas de las personas abocada a esa tarea, muy atentamente, se acercó a mí regalándome un gran pan, lo que obviamente provocó mi mayor agradecimiento y la alegría de que en este hermoso pueblo se produzcan situaciones como éstas.
De Pučisća pasé a Postira, pueblo vecino, en el que esperaba encontrar algún pariente por el lado de mi nono materno.
Luego de hacer varias consultas, pues conocía el "nazimak"del nono, (apodo que usan las diferentes familias croatas que las diferencian unas de otras y que agregan al apellido paterno, al no usar el materno). El de mi nono Gero esa Halaburić. Así llegué a una campito donde se encontraba un Sr. ya mayor junto a un burrito, trabajando la tierra. Al presentarme me di cuenta que su recepción hacia mi persona fue algo recelosa. Cuando le expliqué que el único motivo de mi visita era conocerlo a él y su familia como parientes asegurándole que, en absoluto, estaba viendo la forma de pretender el reclamar alguna herencia.
Con eso bastó que me invitara a su casa donde participé en una muy agradable reunión familiar con un opíparo almuerzo rodeado del cariño de los Matulić "Halaburić".
Los primeros inmigrantes apellidados "Mimica", llegarían a Tierra del Fuego por el año 1890, y estos serían Petar y Bartol Mimica, que volverían a la tierra paterna. Después vendría una legión de Mimica. Así comenzaron a llegar Petar, Pave, Luka, Stipe, Jure, Miće, Nataljo, Ivo, Antonio, hasta mas allá de fines de siglo. Algunas generaciones futuras de la estirpe se ramificarían y confundirían su apellido paterno y materno, fusionando el nombre único de Mimica (p.ej. Juan Mimica Mimica).
Los "Mimica" proceden del pueblo de Mimice, dependiente de la comuna de Omiš, en la Dalmacia continental, lugar que daría origen a tantos miembros de la colectividad croata fueguina. Sus habitantes, según una costumbre antigua ragusense, leerían su árbol genealógico los días de año nuevo. Casi todos se llamarían Mimica, cuyo nombre tendría una sugestiva tradición legendaria.
Anteriormente, en el año 1700, la cabeza de un hombre sería puesta a la venta por los turcos, por sus agitaciones libertarias entre los subyugados por el sultanato de Constantinopla. Escapando de la persecución, llegaría a Svinisce, donde se casaría con una doncella de singular belleza, de la que tendría dos hijos: Tadeo y Miće.
La descendencia de Tadeo corresponderia a los "Tafras", mientras que Miće, atravesando los montes dináricos, llegaría a las costas del adriático, y fundaría Mimice, cuya estirpe se encuentra en todos los continentes.
Recientemente, en Mayo pasado, cumplí un sueño, que tenía hace años, y que era conocer las tierras de mis abuelos.
Mi abuelo paterno llegó a Chile en 1892, a los 17 años, proveniente de Stari Grad en la isla Hvar, frente a Split. Ingresé a Croacia proveniente de Ancona en Italia, cruzando el Adriático en ferry en un viaje que dura toda la noche.
Amanecí en Split, ciudad-puerto encantadora con una costanera fenomenal en que cuando sale el sol llega mucha gente. Allí, en el casco antiguo, está el Palacio Dioclesiano que, para imaginarse el tamaño, son como unas 6 a 8 manzanas llenas de construcciones de piedra con calles peatonales estrechas, en que vivió el emperador Dioclesiano sus últimos años (siglo IV DC). Hoy todo ese laberinto son tiendas, museos, restaurants, exposiciones, etc.
Desde Split salen diariamente muchos recorridos en ferries, catamaranes y otros navíos a distintas ciudades-puertos de los alrededores, recorridos y frecuencias que se incrementan en el verano. En mi caso tomé un ferry a Stari Grad (que significa ciudad antigua), un viaje muy agradable de un par de horas. Stari Grad es un pueblito de unos 2000 habitantes que se ubica en la última milla de una entrada de agua de unas 4 millas, a la isla Hvar. Sabía que era una ciudad muy linda, pero no me imaginaba que tanto. El casco antiguo con casas de piedra, varias iglesias, pasajes angostos,construcciones que vienen del 1400 o antes. Y al frente un bosque con casas modernas de los últimos 40 años. Un lugar ideal para quién quiere relajarse, tranquilidad y naturaleza, o sea, para quién quiere escaparse de las grandes ciudades.
Posteriormente me fui en bus a Dubrovnik, en el extremo sur del país, quizás la ciudad más famosa turísticamente hablando de Croacia. Es un viaje de unas 4 horas, la mayor parte de el cerca de la costa. Una ciudad muy linda y especial, ya que el casco antiguo con su puerto está rodeado de una gran muralla, como se aprecia en las fotos. Muchos y grandes hoteles en las varias bahías cercanas.
Después de un par de días en Dubrovnik volé en Croatia Airlines a la capital del país, Zagreb, un viaje de algo más de una hora. Es una ciudad de alrededor de un millón de habitantes, que no tiene Metro pero si tiene una gran red de tranvías eléctricos. Aquí destacan lo verde en su gran cantidad de parques con sus fuentes y monumentos, y la arquitectura de sus edificios públicos. Desde Zagreb es muy cómodo moverse a otras ciudades y países Europeos en tren.
En este medio salí de Croacia con destino a Ljubljana en Eslovenia. Hay mucho por recorrer de la tierra de nuestros antepasados. Pero lo recorrido me dejó la sensación de un país muy lindo, atractivo y de gente muy amable, en que hay bastante por descubrir, conocer y turistear.
Cada vez escucho más de personas que conocen otros países de Europa y no Croacia, pero que han escuchado de las maravillas del país. Como decimos en Chile, la bola ya se está corriendo.
Ayer (16-4-2014), participé en "BARABON o BARABAN", tradición medieval que mantienen algunos pueblos del Mediterráneo en el marco de los ritos de Semana Santa. Consiste en cánticos, apagando las luces y velas de la iglesia para terminar en oscuridad, culminando la ceremonia con un golpeteo con palmas de mano (antiguamente con elementos contundentes), en el banco donde uno está sentado. Se hace como parte de ser "cómplice" de latigar a Jesús Cristo en su camino a la cruz.
Esta es la última actividad antes de la procesión de "Vía Crucis" en Jelsa (ciudad declarada por la UNESCO como patrimonio de la humanidad), procesión que parte en vísperas del Viernes Santo, a las 10 de la noche, recorre 5 pueblos (25 km) en toda la noche, para volver a Jelsa mas o menos a las 7 de la mañana.
Dependiendo de las condiciones climáticas pueden a veces participar dos o tres mil personas, e incluso creyentes provenientes de toda Europa, Asia y de otras partes.
¡Es un acontecimiento único y sobrecogedor!
Mi abuelo, Frane Ljubetić Zuanić, junto con su primo hermano, Policarpo Lukšić Ljubetić se vinieron a Chile y se radicaron en Calama. Policarpo se casó en Calama con la hija del defensor boliviano Abaroa. Mi abuelo Frane, que había dejado en Sutivan a su esposa, Lucija Rendić Jutronić, con sus dos hijos, (mi papá Juan y mi tía María), luego de un tiempo, los trajo a Chile junto a un sobrino, hijo de su hermano (creo que Mateo Rendić Jutronić). Este sobrino era Antonio Rendić Ivanović, "el Doctor Rendić", mi apoderado en el Colegio San Luis durante mis estudios de secundaria. Con él tuve siempre grandes conversaciones, especialmente porque era muy unido a mi papá, quien siempre le ayudó en las cosas prácticas, ya que el Dr. era muy poco dado a lo práctico.
Mi papá estudió en Escuela de Minas de Antofagasta mientras que Antonio se fue a estudiar medicina a Santiago. Ya recibido de médico, con las mejores distinciones, el doctor me contaba sus experiencias de joven en Santiago, donde fue hasta ateo y masón.
Luego se convirtió al catolicismo a tal punto que hace poco, cuando falleció mi hermano Vladimir, cuya misa fue en la catedral de Antofagasta, (a la que yo no había entrado por muchos años por no viajar a esa ciudad por largos períodos), tuve una gran sorpresa.
Al recorrer el ala derecha de la catedral, me encontré con una enorme foto del doctor, enmarcada en un cuadro y en una mesa, debajo, con también un enorme libro, en el que había firmas, nombres, historia de milagros, etc. pues estaban postulando a mi tío para Santo.
Recuerdo de mi viaje a Croacia que me regaló mi marido para mis 60, en un catamarán, junto a un matrimonio amigo. Fue en junio de 2011. El capitán del barco, un joven llamado Neven, se dio cuenta que yo era descendiente de croatas y sabia por qué nos habíamos embarcado por lo que propuso celebrar mi cumpleaños en la isla - Vis - donde nació mi papá y quedamos de acuerdo que así lo haríamos.
Fue una comida genial, en un lugar precioso, con parrones y una cava de vinos antiquisima. En unas ollas de fierro, que tapaban con brasas, pulpos y cordero. Yo elegi pulpo, que era lo que cocinaba mi papá. Fue como retroceder en el tiempo pues el sabor era el igual. Después trajeron una torta, hecha ahi mismo, y todos me cantaron cumpleaños feliz en croata, (supongo ).
Fue muy emocionante, me lo lloré todo. Es el mejor regalo que he recibido en esta vida.