La segunda porque, a falta de celebraciones su fecha de nacimiento se desvaneció en el tiempo, debido a la rutina de los días reducidos, simplemente, a un conjunto de horas dedicadas al trabajo. En mi infancia, y hasta que salí de colegio, no recuerdo ninguna celebración de cumpleaños. Estos vinieron a mi vida, junto con mi señora. Ella fue quien institucionalizó celebrar regularmente todas las fechas emotivas.
Recuerdo que para los años nuevos, era típico que mi papá desapareciera tipo 8 de la noche, con la excusa de ir a dormir, apareciendo siempre justo para los abrazos, volviéndose inmediatamente a su dormitorio. Me imagino que esta fecha le recordaba su desarraigo, aquel vacío del abandono obligado de su tierra natal. Recuerdo a mi viejo, siempre despreocupado de cómo vestirse, con sus típicos suspensores y buscando soluciones prácticas a los problemas cotidianos.
Él era un buscavida. Como muchos croatas trabajaba hasta tarde, en lo que le permitiera ganarse el sustento. En las horas de ocio se le veía entretenido en su cacharro o manipulando su elemento favorito, el cemento, para hacer todo tipo de arreglos. Este elemento era capaz de sorprender cuando era moldeado por sus grandes y rústicas manos de obrero.
Me acuerdo, que cuando la Chevrolet 1951 presentó una severa corrosión en unos de sus tapabarros traseros, ante la imposbilidad de que se lo repararan en un taller, se las arregló para hacerlo usando una malla de gallinero, un poco de cemento y pintura, arreglo que duró para siempre. Como muchos croatas mi viejo no era una persona de piel. Él mostraba su amor con otros detalles en el día a día. La generosidad, la solidaridad y el carácter sociable lo vi en muchos paisanos croatas que llegaron a este país y que estaban marcados por el desarraigo y la vida dedicada al sustento de sus familias. Su carácter sociable contrastaba con lo reservado que era en cuanto a su vida en Croacia. De hecho, en su única distracción dominical, la visita al club yugoslavo donde se reunía con los paisanos, nunca escuché a uno de ellos hablar de su tierra natal. Me imagino que era un mecanismo de defensa para no transitar por los senderos de recuerdos que llevan en su origen la nostalgia y el dolor de lo que ya no es. En nuestro viaje a Croacia, logré sentir la presencia de nuestros antepasados en todos aquellos rincones de piedras inmutables al paso del tiempo. Logré transitar algunos de los senderos retenidos en la memoria de mi viejo y ocultos a nuestros corazones. Descubrí que mi abuelo murió cuando mi padre tenía 7 años, que su familia estaba constituida por 9 hermanos, tres de ellos fallecidos antes de los tres años. La hermana menor, Stefanía, murió a los 24 años y, de la impresión, mi abuela murió el mismo día. Por otra parte, en la familia de mi abuela, varios de sus hermanos también murieron muy jóvenes. Este tipo de tragedia se repetía en todas las familias de aquella época. La emigración de mi padre a Chile fue la búsqueda de un sueño simple: vencer la pobreza. Este estigma aumentó por una enfermedad que atacó a las plantaciones de olivos y viñedos, los únicos sustentos de la isla Brač la que generó una ola de emigración y la mayoría eligió como destino a nuestro país.
Me dijo... te presento a Katja Beović. ¿Alcance de apellido? ¿En un pueblo chico, donde nació mi viejo, me pregunté? Ella tenía un aspecto ya mayor, de unos 85 años. En nuestra conversación me comentó que su papá, Ivo, había muerto cuando ella tenía sólo dos años. A mi consulta por el nombre sus ancestros, me dijo que no recordaba el nombre de sus abuelos, por lo cual no podíamos descubrir si estábamos relacionados. Sí me señaló que tenía parientes en Chile, por el lado de su mamá, Elena Karsulović. Además, me indicó los nombres de dos hermanos de su papá que yo escribí en una libreta. Después de una grata pero corta conversación, marcada por la dificultad del idioma, una mezcla de palabras pronunciadas en inglés e italiano, nos despedimos con una sonrisa de frustración, sin saber si existía algún lazo de sangre entre nosotros. Cuando llegué a Santiago, dediqué bastante tiempo en establecer las conexiones de los Beović a partir los registros de nuestros ancestros que disponía. Me costó bastante, ya que todo estaba en croata, con letra manuscrita y la información bien dispersa. Tiempo después de lo anterior, me acorde de Katja y amplié la revisión de la información para ver si su papá aparecía en los registros. En esta comprobación encontré un Giovanni Beović que estaba casado con Elena Karsulović. Esta pareja había tenido una hija llamada Kalija. Cuando verifiqué la fecha de defunción... sorpresa … encontré que Giovanni había partido de este mundo a los dos años de nacida la hija. Es decir, en los registros Katja estaba inscrita con el nombre de Kalija y su padre Ivo estaba bajo el nombre de Giovanni. Además, tiempo después me acordé de que había registrado los nombres de sus tíos. Fui en busca de la libreta de notas y descubrí que había escrito Petar y Zorka. Todo coincidía, éramos parientes. Su abuelo era Giorgio Beović Jakšić, hermano de mi abuelo Giovanni Doménica. El papá de Kalija era primo hermano de mi viejo. A la fecha no he podido contactarme con ella para comentarle sobre nuestro parentesco. Cuánta historia olvidada sobre nuestros ancestros, no sólo es una historia perdida para nosotros, los descendientes de los emigrantes, sino que también para los que quedaron en la isla. Claro que los orígenes y explicación de tal desconocimiento de las raíces son diferentes. Para nosotros, el olvido es consecuencia del hermetismo como medio de autodefensa a las emociones de nostalgia de nuestros padres y ,también, de nuestro el pecado juvenil de vivir solo el presente y no disponer el tiempo para escuchar sus historias. Los descendientes, en Croacia, no tienen ningún sentimiento heredado de desarraigo ni nada que se le asocie. Ellos viven su vida sin ningún conflicto ni necesidad de conocer la historia de la familia. Fotos
Me imagino que esta regla emanaba de las horas que le dedicaba a limpiar los racimos, uno por uno. Se preocupaba mucho de la presentación del racimo, no sólo iba eliminando los gajos faltantes, con su típica tijera de podar y su paciencia de campesino, sino que armaba una verdadera obra de arte, que consistía en un conjunto de racimos dispuestos en su rama original, que luego yo, entre hojas, racimos y ramas, tenía la tarea de repartir por el vecindario. Una vez me comentó que, en una estación de tren en Francia, camino a Yugoslavia junto a mi mamá, en busca de su reencuentro con su tierra, le gritaron don Jorge. Cuando se dio vuelta vio que era el hijo de un vecino que había emigrado de Chile. Él le contó que entre sus recuerdos de infancia estaban los racimos de uva del parrón de nuestra casa. Ahora, en parte, yo mantengo su tradición, con las mismas parras, pero con la salvedad de que mi paciencia no me permite armar obras de arte, tan sólo limpio los racimos que luego regalo a los vecinos más cercanos. En el año 2001 fui por primera vez a visitar a mis parientes en Croacia con motivo de la repatriación de los restos de mi tío Petar Prugo, esposo de mi tía Maria, hermana de mi padre, para que descansara junto a ella.
En esa oportunidad, mi prima Zsenija Prugo Beović y Mladenka, la esposa de mi primo Ivo Velsic Beović, me contaron una vivencia de mi viejo cuando estuvo en Croacia allá por el año 1978 en que fue a visitar la que fuera su casa en Supetar. Allí entre lo que quedaba de ella se acercó al aun existente parrón, cogió un racimo y comió sólo una uva, amarga de tiempo y nostalgia, cayendo en un llanto desconsolado.
Debió ser ser demasiado duro recordar en un gajo de uva todas las vidas ausentes y los tiempos difíciles que le tocó vivir como lo fueron siendo solo un niño al dejar a toda su familia y venirse solo a un país desconocido. Hoy siento la necesidad de descubrir su historia pero lamentablemente ya partieron todos y, los que quedamos, no la conocemos en absoluto. En palabras de Borges, todos se convirtieron en el olvido que seremos. Foto
Pero, sus sonoros pesos fuertes ha pagado el buen "gourmet" por el gustazo que se dará en la cena de gala de ese 14 de julio.. ¡Vive la France! ¡Allons enfante...! ¡Viva la ensalada de nabos con perejil y el champaña enfriando en la nieve del patio!. Oirle y verle -las dos maneras de entenderlo - es todo un espectáculo. Parece como si entre las articulaciones de sus dedos huesudos y nudosos, ganchudos y enérgicos, se entrelazaran miles de invisibles hilos que mueven las marionetas de su fantasía. Porque sus nerviosos ademanes dibujan y desdibujan, mueve y hace hablar las mas extrañas figuras y como salta, sin conexión alguna, de un tema a otro, de una a otra figura, personaje, cosa o situación, ocurre que todo es un vertiginoso caleidoscopio de bienes y cambiantes colores, de contornos fugaces y de formas alucinantes. Cuando detiene el paso cansado para sentarse en la silla que alguien le ha ofrecido junto con alguna copa de vino, se apoya brevemente en el respaldo para luego irse corriendo hasta el borde del asiento, adelantando la cabeza y el brazo enérgico en cuyo extremo flamea la mano sarmentosa con un dedo que apunta al oyente coma un dardo que amenaza directamente a los ojos: "16 no pasas", dispara el dedo acusador, "no poides saber porque no habías ni nacido".
Amigos, parientes y conocidos nos aguardaban en Chile, con emoción y entusiasmo. Eran los pioneros de la avanzada croata, los que abrieron el camino con mucho esfuerzo, para que el sueño de la emigración se hiciera realidad. Entre ellos estaba mi entrañable hermano Slavomir, quien dos años antes se había embarcado a Chile, con 17 años. Por esos días, nuestros corazones se inflamaban de esperanza. En la patria querida cundía el desencanto, viñas apestadas, vientos de guerra y la temida pobreza, acechaban la vida de todos. Chile era el futuro, una oportunidad que no se podía dejar escapar. La decisión no era fácil, había duda y riesgo, pero alzaba la vista al horizonte y admiraba a todos los que, como mi hermano, se habían armado de valor y aventura para cruzar el enorme océano y enseñarnos que la vida puede tener muchos derroteros. Cuando el pequeño barco zarpó de Supetar se me secó la garganta y mi corazón parecía que estallaba en mil pedazos.
Mi tierra amada se perdía, poco a poco, con sus casas blancas y techos rojos. Abracé fuertemente a Dušan y contuve su llanto de niño.
Mis padres, Zanante y Magdalena daban ánimo por fuera, pero se desgarraban por dentro. Dos hijos más se lanzaban hacia lo desconocido, con la esperanza de encontrar un nuevo mundo de prosperidad para nuestra familia. Ya cuando el mar se hizo inmenso la lejanía me asustó y la soledad se hizo carne en todo mi ser. Mi isla pedregosa era ya sólo un recuerdo.
Pero no había que dejar que ganara la melancolía, sólo respirar hondo y mirar hacia adelante. Debía ser fuerte por mi hermano. No puedo mentir, el tiempo de navegación se me hizo eterno. Ansiedad, y dudas fugaces de la decisión tomada. Muchas emociones juntas para mis 23 años, sí 23 tenía cuando tomé ese bendito barco hacia América. Pero el ánimo y entusiasmo de Dušan hacía que todo valiera la pena.
Y debo confesarles que en esa travesía hubo también momentos buenos, cuando la serenidad se volvía compañera y los maravillosos cuentos del mundo nuevo abrigaban mi fe por lo que venía. Guardo en mi memoria hermosas tardes de cubierta, calma marina y planes por aquí y por allá. La llegada no fue fácil, había algo de miedo e inseguridad; otro idioma, caras diferentes, aire seco y húmedo, y esa arena que lo cubría todo.
En mi mente me consolaba: serán sólo algunos años y luego regresaré a todo lo mío: la casa de piedra, el huerto, el azul del adriático, las calles de gravilla, mis amigos, las tertulias en la playa, mis amores…
Fue difícil, lo admito, hacer la conexión entre las grandes expectativas que tenía y la realidad que nos aguardaba. Aquel mundo que soñaba, esa América codiciada era eso, pero a la vez no lo era. Mucho tiempo después lo entendería. Y yo estaba ahí, retando a mi destino, con mi maleta llena de proyectos y esperanza. Aventurero “austriaco” de tierras dálmatas, así me llamaban. No me molestaba, aunque sí lo de “austriaco”, mi patria siempre fue Croacia. El deseo era sólo uno, prosperar en lo que fuera y regresar a Brač, para ayudar a mis padres y hermanas que quedaron allá. El tiempo transcurrió rápido como siempre. El trabajo llegó más rápido de lo pensado. La Aduana de Antofagasta me acogió, cuyos dueños eran unos coterráneos, los Lukšić. Fueron ocho años de arduo esfuerzo, en los que sacrifiqué muchas cosas. Nos esmeramos, junto a mis hermanos, en ahorrar lo que se podía. De esos primeros años recuerdo, por las tardes y noches, la compañía de Dušan y Slavomir, las conversaciones sobre cómo iba todo, los proyectos, las dificultades. En nosotros permanecía, a sangre y fuego, el recuerdo de los que dejamos allá en Dalmacia. La añoranza de la madre, la tibieza del hogar y los almuerzos en familia se valoraban más que nunca en la vida. Pero había que ser fuerte, no se podía claudicar, sino todo el esfuerzo sería en vano. Cada día malo antes de dormir me repetía “ya regresaré a mi amada isla, orgulloso y seguro de que lo que hice valió la pena”. Y la verdad es que no fueron pocos esos días difíciles, la adaptación a todo un mundo nuevo nunca fue cosa fácil. Todo cambió dos años después de mi llegada. Fue en enero de 1909, un amigo me pidió que lo acompañara al puerto, porque llegaba la prometida de unos de sus primos. Venía de Brač, como la mayoría. Lo que pasó después me emociona, cuando vi a Stefanya bajando al muelle, mi corazón se agitó como nunca, supe esa mismo día que ella sería mi mujer. Luego de algunos meses su planificado compromiso se diluyó en la arena y comenzamos nuestra relación en Antofagasta. Ella venía de Pusišća, pueblo vecino a mi Supetar, en Brač. Sus padres Iván e Ivania, vinieron con ella, además de su hermana mayor Armelya, pero pronto tuvieron que volver a Brač. No debe haber sido fácil para ellos dejarlas en el fin del mundo, a sus 20 años. Aunque ya estaba en Chile su hermano Ljubomir y sus tíos, los famosos hermanos Kraljević, que se habían dedicado a la explotación del salitre, desde 1879. Los acontecimientos, como siempre en la vida, ayudaron a girar el rumbo de las cosas. Ahora, el regreso a la patria se volvió más lejano en los pensamientos. Encontrar el amor y las ganas de formar una familia hicieron lo suyo. Se encendieron nuevas motivaciones y comenzó lentamente el arraigo. La nostalgia dio paso a la esperanza y junto a Stefanya fuimos construyendo futuro en esta tierra lejana. El aire de Antofagasta ya no era tan molesto, aprender el idioma hizo todo más fácil y el desierto comenzó a cautivarnos con su imponente belleza. El 7 de enero de 1911 nos casamos y pronto fueron llegando nuestros queridos hijos: Magdalena, Blago, Dalibor, Ivo y Norma. Ellos fueron llenando de energía nuestras vidas. Sólo de vez en cuando, aparecía mi isla azul y remota en mis recuerdos, aunque ya de manera distinta. Ya sentía cosas por esta tierra, tenía hijos y amigos chilenos. Todo un mundo que ya era parte de mí. Y la prosperidad fue llegando de a poco, en 1918 tome todos mis ahorros y me fui al pueblo de Calama, localidad infestada de mineros busca fortuna. Después de estudiar bien la situación decidí invertir en el rubro hotelero y compré el Hotel La Bolsa. No fue fácil emprender, pero pronto me di cuenta que debía volver a Antofagasta, donde el negocio sí era más rentable. Vinieron los tiempos buenos, el Hotel Londres y su anexo France e Inglaterra.
Junto a Stefanya y mis hijos tuvimos un buen pasar, pero siempre buscaba más desafíos. Así fue como a fines de 1935 agarramos todas nuestras cosas y nos fuimos a Santiago. Ya había comprado el Hotel Splendid, en plena calle Ahumada, el mayor logro de mi carrera hotelera. Aunque después seguí con el Savoy. No me puedo quejar, hice las cosas bien. En esa misma época comenzaron a llegar los nietos, mi querida Gloria, de corta pero angelical vida; Iván, Norma, Sonia y tiempo después Lenka. Los cuarenta pasaron como un tubo, mucha dedicación con los negocios y preparando a los hijos para que asumieran su papel en la sucesión. Aunque con los años esto finalmente no resultó. La época final de mi vida, los años 50 me encontró ya sin mis hoteles y disfrutando mucho con Stefanya. Pese a los problemas que nunca faltan estaba feliz, tenía mi lado a mi compañera de vida, los hijos seguían sus caminos y de verdad amaba esta tierra chilena que cambió por completo mi existencia. La enfermedad se llevó mi vida un día de 1955 y esa misma noche una parte de mi alma viajó hacia Supetar, para reposar sobre esa amada isla de piedra y viento.
Habían pasado 48 años desde el día en que subí a ese barco del que no recuerdo el nombre. La otra parte de mi alma se quedó en Chile, donde parte de mi sangre croata se desparramó sobre mis descendientes.
Y apareció José "Pepe" Tomičić K., hijo de don Roque. Ya tenía el club a uno de su dinastía. Y luego vino Nicolás "Ronco" Tomičić K., hermano de José y uno de los más brillantes defensores que haya tenido el club en sus 70 años de vida. Y no solo en básquetbol, porque fue un atleta destacado en saltos largo y alto, siendo en este último campeón zonal.
Después se sumó Pedro "Pericote", hermano de los dos anteriores y, nuevamente, dos Tomičić integraban el equipo cestero. El "Ronco" comenzó en 1939 (Campeón de Chile en Temuco), y lo dejó en 1954.
Siguió Pedro, al que se unieron sucesivamente Boris y Uroš, sus hermanos. También estuvieron otros primos José Tomičić K., "Peineta", e Ivo Beović Tomičić, quienes, a seguir estudios, se fueron a Santiago. Ivo fue seleccionado chileno de baloncesto. Cuando se iban Uroš y Boris, este último, gran atleta, seleccionado chileno e internacional, entró otro primo: Jorge Tomičić K. Luego aparece en el primer equipo Vinko Mušić Tomičić, hijo de Andrés y Gloria (prima hermana de todos los anteriores). Andrés fue presidente del Sokol en dos periodos. Vinko después fue vicepresidente del club y, al fallecimiento de su padre, asume la presidencia hasta el día de hoy. En una fecha tan especial para Sokol, hemos querido hacer este breve recuento porque, además de significar un fervor deportivo de alto valor, es un hecho difícil de encontrar. Setenta años de un club, en que siempre ha estado, en primer plano, la familia Tomičić, con la calidad de sus hijos y de sus destrezas deportivas, además de sus cualidades morales. Decir Sokol es decir Tomičić.
Por Jaime Alvarado García. Hablando de cuartillas, resmas, chibaletes y otros asuntos propios de las imprentas, me vino a la memoria el recordado “cuartillo”, mínima medida en que se expendían nuestros mostos en bodegas y clandestinos del ayer. Recordé ese pequeño jarrito, blanco enlozado, con un reborde para vaciar sin derramar y con un número azul que indicaba la medida. Un cuarto litro de vino, cuando se vendía en un vaso, era conocido como “una caña”. Y cuando la sed era mucha, se le apodaba “un cañón”. Una “caña” no solo calmaba la sed: terminaba también con ese temblor que delata a los alcohólicos. Eran los tiempos de ese Chile respetuoso, en que el dueño del clandestino era tratado hasta con unción por los “curaditos”, los “clotos” o “borrachines”. Tenían voluntad para ganarse “un cuartillo”: barrían la calle, hacían las compras o encargos del dueño del boliche, que los premiaba con un “matapenquero”, de dudosa calidad. Temerosos de “La Comisión Civil”, los clandestinos abrían la puerta sigilosos, mirando primero por una rendija, para verificar quien pedía entrar. Comprobada la identidad del o los sedientos, se entornaban los postigos para permitir el ingreso. Frotándose las manos, el sediento hacía “la pedida”, que era siempre la misma: Un cuartillo… ¡Tinto!. En mi infancia conocí un par de esos clandestinos. En calle Porras, a Cayetano Ljubetić. Borrado de viruelas, inmerso en un mundillo de chuicos, tinas, toneles, pipas, damajuanas y garrafas. En Chuquisaca, a Mateo Domić, fumador de cigarrillos “Camel”, sentado “al revés” en una silla de Viena. Ambos, con un séquito de “caseros” que merodeaban “para juntar sed”. Muy de mañana, Cayetano atendía a aquellos habitúes que llegaban con un pronunciado “temblor” del cuerpo. ¡Con el primer “cuartillo” les volvía la calma! ¡Hasta eran capaces de sonreír! Tengo en mis manos un jarrito de “un cuartillo”. Escanciaré un mosto de “medio pelo” y brindaré para calmar esta sed de recuerdos que me abrasa… ¡Salud!
Su instructor fue el teniente Rogelio González Mejía, quien con paciencia infinita lo fue adentrando en el maravilloso mundo de la aviación.
Que impresionante le parecía ver en lo alto, desde Ia cabina abierta del Fairchild, la inmensidad de la pampa y del océano. Etapa tras etapa las fue superando y su alegría no tuvo límites cuando, tras rendir un brillante examen, recibió de manos de la comisión examinadora de la Dirección de Aeronáutica su brevet de piloto aviador de turismo. Los horizontes se le abrían y sin descuidar sus actividades comerciales, Ia aviación le señalaba otras metas. A raíz de Alas para Chile, la Fuerza Aérea de Chile había decidido dar un renovado impulso a su reserva aérea, organizando cursos para formar oficiales de reserva en diversas bases a lo largo del país. Postuló y fue llamado a reconocer cuartel en la Escuela de Aviación, en la Base Aérea El Bosque en Santiago, obteniendo del mismo su nombramiento de alférez de reserva en Ia rama del aire. Aunque por otro camino, su vieja aspiración de ingresar a la FACh se iba cumpliendo. No pasó mucho tiempo, cuando fue llamado al servicio activo en el Grupo de Aviación i en la Base Aérea Los Cóndores de Iquique, unidad en la cual efectuó el curso de tiro y bombardeo, recibiendo con no disimulada satisfacción su título de piloto de guerra. Para el había Ilegado el momento de devolver a la aviación nacional, al menos en parte, lo mucho que de ella había recibido. Se presentó a examen ante la Dirección de Aeronáutica, obteniendo primero su habilitación de ayudante de instructor de vuelo y luego la de instructor, dando comienzo a una larga y dilatada labor en su entidad madre, el Club Aéreo de Antofagasta. En forma paralela, por años ocupó cargos en el directorio y en varias ocasiones la presidencia del mismo. Considerando que no todo había de ser volar por el placer de volar, junto a otros pilotos del club, se abocó a la tarea de habilitar aeródromos al interior de la pampa, especialmente en las cercanías de las oficinas salitreras. Ello les permitió poder trasladar oportunamente hacia la capital de la provincia a personas enfermas o accidentadas, en una época en que los caminos hacia el interior eran precarios o Ilevar hasta allá la ayuda que tanto les era necesaria.
Labor, de Ia aviación deportiva nacional, hoy en día ya olvidada e ignorada por muchos, que desconocen cuantos sacrificios en vidas y materiales ello cuesta. Sucedió por entonces que visitó nuestro país, en son de hermandad, una formación de aviones ecuatorianos, uno de los cuales, desgraciadamente, se accidentó en territorio nacional. Queriendo que tuvieran un feliz regreso a su patria, el Director de Aeronáutica, el general Gregorio Bisquertt Rubio, lo llamó y le solicito que, en un avión del club antofagastino, acompañara a los raidistas hasta Guayaquil. Junta a su alumno Mario Reyes, en un Fairchild del Club Aéreo de Antofagasta, hacienda varias escalas finalmente Ilegaron sin novedad a Guayaquil, ciudad donde los esperaba nada menos que el presidente del Ecuador, Dr. José Maria Velasco lbarra, quien lo paseó en auto abierto por las calles de Guayaquil, siendo ambos aviadores chilenos nombrados ciudadanos ilustres de la misma. Antes de retornar a Chile, se le ofreció el cargo de instructor de la aviación civil ecuatoriana, honor que a pesar de las ventajosas condiciones económicas que conllevaba, declinó por cuanto estimó que primero se debía a su patria. De regreso, al pasar por territorio peruano, Ia aviación de aquella nación hermana lo trató con singular cordialidad, pagando todos los gastos en que incurría y brindándole cálidas muestras de aprecio. Tiempo después, por razones de trabajo, se radicó en Bolivia, donde también hizo instrucción de vuelo y adquirió para su uso personal un avión de instrucción Vultee BT-13, de los mismos que aprendiera a volar en nuestra fuerza aérea. Al momento de volver al país, al igual que sucediera en Ecuador, se le ofreció quedarse en esa nación como instructor de vuelo, lo que tampoco aceptó. Sin embargo, nada de ello lo alejó, de Ia FACh y, realizando los cursos respectivos, se mantuvo estrechamente ligado a ella, hasta alcanzar el grado máximo, de comandante de grupo de reserva en la rama de aire. Se decía que Ia Base Aérea de Cerro Moreno había hecho su segundo hogar. Pero no en vano pasaban los días y en 1983, con casi 11.000 horas de vuelo y habiendo formado solo en Antofagasta 47 alumnos, por razones de salud y de prudencia, consideró Ilegado el momento de bajarse de los aviones. De los aviones, pero no alejarse de la aviación. Periodista y hombre de radio, tuvo su propia emisora y por años fue columnista semanal de El Mercurio de Antofagasta, realizando por medio de sus páginas numerosas campañas de bien público. Una de las últimas, en defensa del aeródromo La Chimba, cuyo cierre no pudo impedir, permitiendo que sus terrenos fueran ocupados en proyectos inmobiliarios. "Una lástima", decía. "Habiendo tantos otros terrenos, se priva a Antofagasta de contar con un aeródromo de alternativa para la aviación civil ante un cierre imprevisto de Cerro Moreno..." Hombre multifacético, participó en muchas otras actividades, desempeñando también en ellas labores directivas como lo fueran de presidente del Rotary Club, presidente de Ia sede zonal del Instituto Nacional O’Higginiano, Alguacil de Carabineros, Brigadier Mayor de la Escuadrilla "Águilas Blancas" de Antofagasta y muchas otras que, por modestia, prefería no mencionar. Hijo lustre de Antofagasta, recibió innumerables distinciones, entre otras, el nombramiento de Miembro Honorario del Círculo de Coroneles de Aviación, el premio "Clodomiro Figueroa Ponce" que le otorgara Ia Federación Aérea de Chile y la condecoración "Cruz al Mérito Aeronáutico", que en su pecho prendiera la Fuerza Aérea de Chile. Uno de sus mayores orgullos era que hasta cumplir cien años, mantuvo vigente su licencia de conducir. Hombre de una claridad mental envidiable, hablar con él era recorrer las páginas de Ia historia de Antofagasta por alguien que las había vivido. Oportunidades, en que no pocas veces su vista se nublaba, al recordar a tantos camaradas aviadores que habían partido al mas allá y con quienes compartiera en los cielos de la patria. Don Juan, cercano a los 104 años de edad, falleció. Fue en pleno sueño, suavemente, para no despertar a su familia y seguramente para decirle que había Ilegado el momento de emprender vuelo, ahora hacia la eternidad.