Esto me pasó cuando tenía casi 15 años, allá por el año 1953. Los “vapores” Porvenir y Minerva, después de tanto luchar cruzando el Estrecho, habían dejado de navegar entre Punta Arenas y Porvenir. En sus ausencias, los que íbamos a la isla debíamos navegar en la cubierta de la incansable Goleta Gaviota, o, a veces, cuando regresábamos desde Tierra del Fuego, en algún cúter que hacía el cabotaje en el Estrecho de Magallanes.
Los viajes no eran sencillos pues las pequeñas embarcaciones tenían con frecuencia que bregar con un mar agitado. En una ocasión demoramos 14 horas para cruzar el Estrecho, y la fuerte corriente nos empujó hasta la altura de Fuerte Bulnes.
Había viajado a Tierra del Fuego en Julio aprovechando las vacaciones de invierno, que en eso entonces en Magallanes duraban un mes. Cuando decidí regresar bajé desde el campo al pueblo y solamente encontré en el viejo muelle de Porvenir un cúter listo para partir atiborrado de fardos de lana hasta el límite. Eran las 3 de la tarde y el frío calaba hondo pues el viento no dejaba de aullar. Me acerqué y en ese momento apareció el capitán, un hombre de gruesos mostachos con el típico gorro de marino. Le pregunté si me podía llevar; su amable respuesta fue positiva. El cúter tenía además del capitán, un mecánico y un solo marinero, que oficiaba también de cocinero.
Eran las tres y media y el sol empezaba a bajar hacia el horizonte. Estábamos listos para soltar amarras cuando aparecieron en el muelle tres mujeres muy pintadas y alegres, que dijeron venir del Cabaret Palermo, rogándole al capitán que las llevaran a Punta Arenas. Muy entusiasmado accedió. El motor del cúter rompió la monotonía de una población detenida por el hielo. Sólo se veían las humaredas de las estufas a leña que funcionaban a full para capear la bajísima temperatura que se sentía.
El cúter de color rojo contrastaba con las lomas nevadas de la parte sur de la bahía. Salimos serpenteando esas sinuosas curvas que conectan con el mar abierto. Todos, menos el capitán y yo, iban en la pequeña caseta inferior que cobijaba al motor, a los camarotes y a una pequeña cocina. Me preguntaba cómo podían caber allí cinco personas.
El mar, como casi siempre en esta área, estaba bastante encabritado. El capitán me dijo que bajara a la caseta, pero le contesté que prefería seguir en cubierta para evitar marearme. Me puse en el único espacio que quedaba entre los fardos: al lado de la rueda del timón, siempre mirando la línea del horizonte para evitar el mareo.
El viaje, según el capitán, duraría cuatro horas, ya que el cúter avanzaba como máximo a seis millas por hora. Esto siempre y cuando no tuviéramos algún percance, tal como ocurrió más adelante. Cuando el mar se moderó, el capitán me preguntó “¿Vio cómo se maneja esta embarcación?” Ante mi respuesta positiva me dijo: “Entonces tome el timón; enfile siempre hacia esas luces que son las del muelle de Punta Arenas; cuando alcance a ver una luz roja, esa debe ser su guía, trate de que la ola no le pegue totalmente de costado”. “Yo me iré abajo a descansar.”
Me posicioné de la rueda del timón y como asiduo lector de las novelas de Salgari, me sentí como el “Tigre de la Malasia” surcando peligrosos mares en un bergantín. Pero no habían piratas en el Estrecho; sólo algunas toninas que se aparecían cuando la luna se reflejaba en ellas. Tuve una extraña sensación, mezcla de fortaleza, poderío sobre el mar, y sueños de mi imaginación de juventud.
Ya había anochecido. La sensación térmica debido al viento reinantes era de a unos diez grados bajo cero. Empezaba a congelarme en especial, las manos. Llevaba una hora o más en mi conducción cuando repentinamente el motor dejó de funcionar. El capitán en mangas de camisas salió a cubierta para contarme sobre la avería y decirme que por favor no soltara la rueda pues ellos iban a tratar de arreglarla. Sin el ruido del motor pude escuchar mejor lo que pasaba en la caseta: la radio sonaba y había una zalagarda en la que participaban las tres mujeres y la tripulación. Mientras escuchaba la rasposa radio, las exclamaciones, y los cantos, trataba de mantener firme el timón para evitar los golpes de la ola.
El tiempo empezó a ser eterno; ya no era el intrépido Sandokán surcando los mares sino un congelado joven aferrado a la rueda de un timón.
Habría pasado una hora cuando de improviso el motor empezó a funcionar. El capitán supuso que yo seguía en mi función pues, al parecer la fiesta era tan buena, que no se dio la molestia de subir a verme.
Retomé el rumbo, y volví a ser como un viejo lobo de mar volando mi fantasía hacia lejanos continentes, islas exóticas, y aventuras. También había leído a Coloane, y las travesías de canales y golfos de aventureros y cazadores, así como las hazañas de Pascualini y su famosa embarcación Domitila. Era uno más de ellos, surcando canales, esquivando roqueríos, desafiando tempestades. La fiesta seguía y la música no paraba. Mi cuerpo estaba entumecido con una manifiesta hipotermia, pero me sentía contento de dominar este pequeño corcel flotante.
El muelle lentamente apareció en toda su dimensión y seguía el cúter enfilando hacia él. Me empecé a poner nervioso, pues cada vez crecían su tamaño. “Capitán, capitán” grité con fuerzas esperando que me oyera.
Después de un rato, apareció el cansado capitán. “Capitán, voy a chocar con el muelle”. A lo que me dijo: “No te preocupes, aún quedan 15 minutos”. Se dio media vuelta y volvió a su fiesta. La música siguió tocando, y yo entumecido, seguí guiando mi corcel a su caballeriza, pero ahora sin imaginarme nada, solo pensando en llegar en buena forma.
Alcancé a divisar en la cabeza del muelle a mi amigo Osvaldo esperándome; con ese frío era la única persona presente allí a esas horas. Supuse, y no estuve errado, que se había puesto de acuerdo con mis padres, obviamente preocupados por mi viaje.
Cuando vi que se me venían encima las sogas, los neumáticos de defensa, y las maderas, apareció el capitán que rápidamente se hizo cargo del timón y realizó junto al marinero, y con la ayuda de mi amigo, las faenas de amarre.
Con agilidad subieron al muelle capitán, marinero y mecánico, y solícitamente ayudaron a las damas a subir los escalones. Una vez terminadas las tareas, los tres se despidieron cariñosamente de las damiselas prometiendo sin mucha fuerza volver a encontrarse. Después el capitán se me acercó, y me dio un fuerte abrazo felicitándome y agradeciéndome la colaboración. Muy contentos también hicieron lo mismo el marinero y el mecánico. El capitán agregó. “Mi estimado amigo, este cúter siempre estará a su disposición, y en forma gratuita”.
Poco y nada entendía Osvaldo sobre tanto agradecimiento. Salimos lentamente del muelle y me preguntó qué había pasado, por qué habíamos llegado tan tarde, y si habíamos tenido algún inconveniente. Tiritando y aunque apenas podía hablar, lo miré con aires de superioridad y le dije:
“A un lobo de mar no se les hacen esas preguntas; todo lo que pasó queda entre nosotros “los marineros”; así es el pacto de la gente de mar.”